A place for the poor: some considerations on charitable burials in colonial Buenos Aires (18th century)
Facundo Roca
Universidad Nacional de La Plata
Este artículo tiene como objetivo analizar los entierros de pobres o “de limosna” en el Buenos Aires colonial a lo largo del siglo xviii. Para esto, nos concentramos en tres aspectos en particular: 1) el rol desempeñado por la Hermandad de la Santa Caridad en el entierro de pobres y el conflicto entre ésta y el clero secular por la recaudación de limosnas, 2) la regulación de los entierros de limosna y de la categoría de “pobreza”, de acuerdo a diferentes normativas y aranceles diocesanos y 3) la aplicación de estas normativas por parte de los curas párrocos, en relación a las pautas de entierro efectivamente adoptadas en las distintas parroquias de la ciudad. El análisis de estas prácticas nos permite apreciar el carácter profundamente diverso y jerarquizado de la muerte en el mundo colonial, así como los distintos espacios de negociación que se establecían entre párrocos y feligreses.
The purpose of this article is to analyze the charitable burials in colonial Buenos Aires throughout the 18th century. In particular, we focus on three aspects: 1) the role played by the “Hermandad de la Caridad” and the conflict between it and the secular clergy over the collection of alms, 2) the regulation of charitable burials and the category of poverty, according to the diocesan “arancel” and other regulations, and 3) the application of these regulations by parish priests, according to the burial practices effectively adopted in the different parishes of the city. The analysis of these practices allows us to appreciate the diverse and hierarchical nature of death, as well as the different spaces of negotiation that existed between parish priests and parishioners in the colonial world.
Muerte, Pobreza, Caridad, Buenos Aires colonial
Death, Poverty, Charity, Colonial Buenos Aires
Dar sepultura a los cadáveres de los fieles difuntos constituía un deber de primer orden dentro del mundo cristiano. Sin embargo, en el período colonial los entierros también aportaban uno de los pocos ingresos con los que se sustentaban los curatos más pobres de la ciudad y de la campaña de Buenos Aires. Las ceremonias funerarias estaban expresamente reguladas y aranceladas según la identidad del fallecido y de acuerdo a los derechos parroquiales establecidos en cada diócesis. Sólo aquellos fieles considerados “pobres” o “pobres miserables” eran eximidos de estos aranceles y recibían un entierro “de limosna” o “de caridad”. La celebración de estos entierros suscitaba toda una serie de disputas y conflictos, tanto entre los mismos clérigos como entre éstos y sus fieles ¿Cómo combinar las necesidades económicas de los curatos con el cumplimiento de este fundamental deber cristiano? ¿Cómo determinar quiénes eran realmente “pobres” y se encontraban efectivamente imposibilitados de pagar el arancel? ¿Quién debía hacerse cargo de los gastos del entierro?
Las numerosas investigaciones que se han llevado a cabo en el ámbito de la historia de la muerte desde la década de 1970 han abordado tan sólo tangencialmente estas temáticas y han brindado hasta el momento escasas respuestas a aquellos interrogantes. El estudio de las prácticas funerarias y de entierro en las sociedades de Antiguo Régimen ha estado tradicionalmente centrado en el análisis de testamentos y otras fuentes notariales, como poderes y codicilos. Como señalan investigaciones más recientes (Lomnitz, 2006; Gayol 2013), este modelo heurístico y hermenéutico, estrechamente asociado a la historia de las mentalidades y a autores como Philippe Ariès (1984), Michel Vovelle (1973) y Pierre Chaunu (1978)1, nos brinda un panorama parcial y restringido del conjunto de actitudes y prácticas funerarias adoptadas por los diferentes actores y clases sociales2. Los continuadores de este modelo en Argentina (Martínez de Sánchez 1996; Bustos Posse, 2005; Seoane, 2006, entre otros), han debido lidiar con esas mismas limitaciones, implícitas en este enfoque metodológico.
Aunque hasta fines del siglo xviii el testamento seguía siendo un acto tanto económico como religioso, el peso demográfico y social de los sectores subalternos se encuentra claramente sub-representado en las fuentes notariales. Si bien muchos pobres testaban, incluso no teniendo bienes materiales, no es menos cierto que la pobreza era uno de los principales motivos que justificaban el no haber hecho testamento antes de morir. “No testó por ser pobre” o “no testó por no tener de qué” son algunas de las expresiones que aparecen con mayor frecuencia en los libros parroquiales. Este sesgo de las fuentes explica, en parte, por qué los pobres han constituido una de las principales “manchas ciegas” de la historia de la muerte, especialmente aquella basada en el análisis de testamentos.
Tampoco el estudio de las instituciones y obras de caridad, por lo menos hasta la actualidad, ha aportado mayores precisiones sobre la forma de entierro de los pobres en el Buenos Aires colonial. La institución encargada de esta tarea desde principios del siglo xviii, la Hermandad de la Santa Caridad, ha sido extensamente analizada (Quesada, 1864; Meyer Arana, 1911 pp. 71-86; Lafuente Machain, 1946, pp. 262-265; Luqui Lagleyze, 1976; Fuster, 2012; Arias Divito, 2015), pero la mayoría de estas investigaciones, además de cuestiones propiamente institucionales, se ha centrado en el estudio de otras actividades de la Hermandad, como el Hospital de Mujeres o la Casa y Colegio de Niñas Huérfanas (Quesada, 1870; Fuster, 2009; Trujillo, 2014a).
En este trabajo analizaremos los entierros de pobres en su especificidad, concentrándonos en algunos aspectos en particular. Por un lado, abordaremos el papel de la Hermandad de la Santa Caridad, en tanto institución específicamente abocada a la celebración de los entierros de limosna, especialmente en lo que hace a la conflictiva y dificultosa relación que mantuvo a lo largo de toda su historia con el clero secular de la ciudad. En segundo lugar, nos interesan las diferentes normativas que regían la actuación de los curas con respecto a la inhumación de los pobres y cómo en esta reglamentación se conjugaba la necesidad económica de los párrocos y las exigencias de la feligresía en materia funeraria. Finalmente, concentramos nuestro análisis en una parroquia en particular, con el objetivo de contrastar las normas vigentes con las costumbres y prácticas efectivamente adoptadas durante el período en estudio.
Para este análisis emplearemos tanto documentación correspondiente al fondo de la Hermandad de la Santa Caridad (Archivo General de la Nación), como aranceles eclesiásticos, instructivos y registros parroquiales3. Estos últimos serán analizados de forma cuantitativa, con el propósito de determinar la proporción de los entierros de limosna dentro del total de la feligresía, así como la composición interna dentro de este grupo, tanto en materia de sexo como de edad, calidad o proveniencia.
En 1655, el tercer obispo de Buenos Aires, Fray Cristóbal de la Mancha y Velazco convoca a un sínodo para establecer los aranceles eclesiásticos correspondientes a la diócesis porteña4. Los derechos de entierro, así como las características de la ceremonia funeraria, diferían de acuerdo a la identidad del difunto, ya fuese éste español, indio, mestizo o negro. De acuerdo a lo dispuesto por el prelado, por entierro mayor debían sufragarse treinta pesos, por entierro menor dieciocho, por entierro de párvulos once y por entierro de indio o negro dos pesos. Pero además, el arancel contenía una cláusula especial con respecto al entierro de pobres:
De Entierro de cuerpo de persona pobre de solemnidad, ò conocidamente pobre, entierro mayor, y de Limosna, con dos possas con tal que sea Español, que si es Montañez ò Mestizo, entierro menor, atendiendo a la Calidad de la persona, y honrrando ael honrrado pobre.5
Con esta disposición, Mancha y Velazco se hacía eco de una antigua y extendida tradición cristiana: los curas debían enterrar a los pobres “de limosna” o “de balde”, es decir sin esperar ningún tipo de retribución a cambio. Sin embargo, la interpretación de esta medida y su cumplimiento por parte de los clérigos no dejó de suscitar conflictos y diferencias. La situación se agravaba sobre todo en tiempos de epidemia, cuando las tasas de mortalidad se disparaban y los cadáveres de pobres y mendigos se acumulaban rápidamente en las calles de la ciudad. Los cuerpos insepultos ponían en riesgo la salubridad de la población, además de quedar a merced de la voracidad de las ratas, perros y cerdos que merodeaban por las calles. El progresivo y constante crecimiento demográfico, junto a las malas condiciones sanitarias, no hacían más que magnificar el problema. Particularmente grave se tornó la situación con la epidemia de fiebre tifoidea de 1717, según consignan diversas fuentes:
Los que morian sin tener, con qe enterrarse, los llebaran à la Sincha de un Cavallo à la puerta de las Iglesias, Embueltos, ya en Cuero, ya en un sesto de Carbón [?]; y allí los dejaran pa qe el cura los enterrara.6
La epidemia alertó a los vecinos de la ciudad sobre la necesidad de establecer una institución encargada de gestionar estos entierros. La iniciativa redundaría en la creación de la Hermandad de la Santa Caridad, fundada bajo los auspicios del presbítero Juan Alonso González y aprobada por el obispo Fray Pedro de Fajardo en 1725. En carta a este prelado, González dejaba en claro los fines de la Hermandad: “enterrar a los difuntos pobres de solemnidad que mueren en la ciudad o en los campos, náufragos en el mar o ríos o de muerte natural o violenta o ajusticiados”7.
La hermandad fundada en Buenos Aires seguía el ejemplo inaugurado por corporaciones similares, tanto en España como en América; algunas de ellas con una vasta tradición, como la Santa Caridad de Sevilla o la de Cádiz, que se remontaban a los siglos xv y xvi respectivamente. Estas hermandades, encargadas del entierro de pobres, constituían el último eslabón dentro de un vasto conjunto de instituciones de caridad o, como las denomina Enrique Cruz (2009), de “Ospitalidad”8. Los montepíos, los hospitales y hospicios, los colegios de huérfanas y las casas de niños expósitos, conformaban un complejo entramado institucional dedicado a la atención de los sectores más vulnerables de la sociedad colonial, como los pobres, los huérfanos y las viudas.
De acuerdo a lo dispuesto en su constitución, íntegramente copiada de su homóloga gaditana, la hermandad tenía la obligación de recoger los cadáveres de los pobres, ahogados, ajusticiados y mendigos, paseándolos en procesión por las calles de la ciudad y pidiendo limosna para su entierro:
De allí lo llevarán por las calles más públicas, muy despacio, parando en las bocas calles, y pidiendo, lo que causará devoción, y se traerá a la plaza, y poniéndolo en sitio decente; se dejará allí, hasta que sea la hora del entierro.9
Esta tarea recaía en los “diputados del mes”, cargo rotativo que suponía además la colecta y rendición de las limosnas recaudadas. Estos debían acompañar la procesión, compuesta por un total de cinco hombres revestidos con opas azules10, faroles y velas del mismo color, además del Santo Cristo y el cadáver amortajado, que era llevado en andas por las calles. El cortejo avanzaba al son de una campanilla, mientras que los hermanos rezaban el rosario en voz alta y recogían las limosnas en “unos cestillos de paja de palma, pobres pero aseados”11. Llegada la hora del entierro, el cuerpo debía ser sepultado con cruz alta y misa de cuerpo presente, “excepto los mulatos y negros libres que lo serían con «cruz baja»; mientras que los aborígenes serían enterrados en la Iglesia de San Juan Bautista” (Trujillo, 2014, p. 12)12.
El entierro de pobres, con su ceremonial y simbolismo, constituía un espectáculo característico de la piedad barroca. Como señala José Antonio Maravall (1975), a diferencia del racionalismo iluminista, “el Barroco procura conmover e impresionar, directa e inmediatamente, acudiendo a una intervención eficaz sobre el resorte de las pasiones” (p. 168). Lo que se buscaba en este caso era “mover a los fieles”, incitar su caridad a través de la exhibición directa y descarnada del cuerpo cadavérico del difunto. El propio capellán de la hermandad reconocía que “à vezes falta estomago, para hir tras de un difunto, que pr. morir en la ultima miseria, y traherle de lexos, va apestando”13. La exhibición de estas escenas macabras de miseria y desamparo constituía una parte fundamental del modelo barroco de caridad.
Pero esta expresión ritualizada de la teatralidad barroca nunca llegó a verificarse en Buenos Aires con la misma pompa que se acostumbraba en España. Los propios hermanos reconocían la falta de velas, el uso de cruz baja en lugar de alta, así como otras simplificaciones en el ritual. Incluso, en ciertas ocasiones, los cadáveres eran conducidos en una carretilla directamente hasta la puerta de la Iglesia, donde se los exhibía hasta el momento del entierro. Según la Santa Caridad, estas deficiencias se debían a la falta de limosnas, a la cantidad de entierros y a “no estar del todo perficionada la imposición de Esta Hermandad”14.
El establecimiento de la Hermandad no supuso una solución definitiva para el grave problema que representaba el entierro de pobres en la ciudad. En 1735, los hermanos pidieron al obispo Juan de Arregui les aliviara su pesada carga, restringiendo su labor únicamente al auxilio de los “ajusticiados, prisioneros, ahogados y mendigos”. Durante dos años, la Caridad se limitó a enterrar estas “cuatro clases de personas”. Finalmente los hermanos desistieron de su petición, en virtud de la firme oposición de los curas y la indefinición del prelado: “vistos los Clamores de los pobres, prosiguio mi parte a enterrar sin distinción de personas y por que Dicho Señor Obispo no determinò sobre este punto y durmio el escrito en su Archivo”15.
En 1740, a tan sólo trece años de haber comenzado sus actividades, la Hermandad interpuso nuevamente un escrito ante las autoridades eclesiales. En esta oportunidad, los cófrades solicitaban al deán y cabildo eclesiástico que se les dispensara del pago de los derechos de entierro y misas que hasta ese momento habían satisfecho, conforme a lo establecido en su regla.16 Los hermanos alegaban la “Summa Pobressa en qe se halla oy esta Ziudad, y sus moradores”, así como “las ningunas Limosnas qe se recojen”, a pesar de las “dilixenzias qe. esta hermandad haze, Ya con repartir hermanos por diversas Calles, yá con passear el Cadaver por las acostumbradas”17. En su presentación, la Caridad afirmaba que cada entierro le insumía un gasto total de seis pesos, de los cuales tres eran entregados a los párrocos (dos en concepto de derechos de cruz y uno por misa rezada)18.
Basándose en el sínodo de 1655, la Hermandad sostenía que era obligación de los curas sepultar a los pobres difuntos, mientras que a ellos sólo correspondía recoger los cadáveres y concurrir a los entierros. En lo sucesivo, los hermanos se comprometían únicamente a costear la mortaja y el acompañamiento con cruz y faroles, dejando el cuerpo “en la Plaza como lo tiene de costumbre y Regla, hasta que sea ora del Entierro”19. Sin embargo, esta negativa a seguir cubriendo los aranceles eclesiásticos no obedecía únicamente a una restricción de índole económica. La corporación buscaba concentrar sus fondos y sus esfuerzos caritativos en una obra que juzgaba tanto o más provechosa: la construcción de un hospicio para pobres y enfermos20. En virtud de esto, los hermanos se negaban a cubrir la falta de limosnas con su propio erario o de otros ramos, como pedían los curas. En su presentación la hermandad reconocía explícitamente su nuevo orden de prioridades:
la limosna, qe hassi se juntara no estaba obligada a satisfacer derechos de Cruz; pues puede la Hermandad distribuirla en otros negocios de su mayor utilidad, como assí lo tiene dispuesto pr el libro de sus Reglas al cap. 16 destinando esta limosna pa el sustento y alivio de los pobres Enfermos, y pa ayuda de su hospicio, qe aquí todavía no le tiene.21
Un sutil utilitarismo así como una crítica velada a la actuación del clero se vislumbra entre los argumentos de la hermandad. Estos incluso sugerían que la escasez de limosnas se debía a que las personas “discretas y capaces” se negaban a colaborar, ya que sabían que los beneficiarios de la colecta no eran los pobres sino el propio clero. Frente a esta animosidad, los curas no dudaban en recordarles a los hermanos que “su principal instituto”, y aquel por el que había sido autorizada su fundación, consistía en “enterrar à los Pobres”22.
En el destino de los fondos se jugaba una disputa de poder entre los eclesiásticos y las autoridades laicas de la hermandad, que buscaban sustraerse a la tutela tradicionalmente ejercida por la Iglesia sobre las instituciones de caridad23. Como señala Trujillo (2014b):
la Iglesia había sacralizado la pobreza y la caridad desde tiempos medievales, monopolizando su ritualización. Las Hermandades desafiaron esa hegemonía, haciendo uso de un bagaje propio de ritos, símbolos y manifestaciones públicas, mientras la Corona apenas se reservaba un rol de mediador (p. 9).
La negativa de la hermandad a continuar satisfaciendo los derechos de entierro supuso un extenso litigio con los curas rectores de la catedral, quienes alegaban que ésta se encontraba obligada a pagar el arancel, de acuerdo a lo dispuesto en su propia regla y tal y como ocurría en Cádiz. Contra la pretensión de la Caridad, los curas sostenían que no era su obligación llevar a cabo estos entierros, ya que una vez recogidos por la Hermandad los difuntos dejaban de ser “pobres y desamparados”. Como afirma Trujillo (2014), “el litigio llegó al extremo de abandonar un cuerpo en la puerta de la Catedral” (p. 16).
Aunque los hermanos afirmaban que nunca se habían negado a costear el entierro de los difuntos “legítimamente pobres”, los eclesiásticos sostenían exactamente lo contrario. Los curas afirmaban que en diversas oportunidades habían debido hacerse cargo de los entierros que la Caridad, injustamente, se negaba a realizar. Según los clérigos, la Hermandad hacía tiempo venía incumpliendo sus deberes:
Solo recogen y entierran à algunos quando les parece passandose los messes sin hacer entierro, no habiendo mes en qe no mueran pobres, ni quando muere algun pobre peon y aun qe quede debiendo à su amo, se hacen cargo deel, (…) obligando con esto à qe el que lo tenia conchabado aunqe acreedor, ô lo Entierre à su costa, ô lo desampare arrojándolo quando no llega à noticia del Cura.24"
Los curas pretendían que se le quitase la licencia a la Hermandad si ésta no estaba dispuesta a cumplir con su propia regla. En contrapartida, los clérigos ofrecían hacerse cargo de los entierros: “con tal qe se nos dè licencia de hacer pedir limosna; haremos maiores Entierros àlos pobres y maiores sufragios”25. Como dejan entrever ambas partes, en esta disputa no sólo estaba en juego la inhumación de los pobres sino el destino y administración de una valiosa fuente de recursos. En efecto, los clérigos se permitían dudar de la pretendida pobreza de la Hermandad: “de ningun modo admitimos su pretencion, ni su escusa de pobreza pues nunca ha estado su hermand mas Rica qe lo qe hoy se halla”26. La propuesta de los curas revelaba a su vez una pretensión de índole económica al mismo tiempo que desnudaba una puja de poder que comenzaba a enfrentar a los eclesiásticos con un importante sector de la creciente élite mercantil de la ciudad27.
En 1741, la disputa entre la Caridad y los curas rectores suscitó la intervención del flamante obispo de Buenos Aires, Fray José Antonio de Peralta, quien decidió “suspender el entierro gratuito que hacía la Hermandad, hasta tanto se decidía el pleito”28. Aunque la cuestión de fondo seguía sin resolverse, la disposición del prelado significó un duro golpe para la Hermandad. Por su parte, los curas no sólo lograron reafirmar sus derechos de entierro, sino hacerse de las codiciadas limosnas que hasta ese momento eran recaudadas por la Caridad.
Suspendida la actividad principal de la Hermandad, ésta se abocó al proyecto de creación de un hospicio para pobres y enfermos, aunque en gran medida a costa del capellán González. Según Quesada (1864), “por este tiempo la Hermandad de la Santa Caridad se había separado completamente de su misión, y el capellán era el que única e individualmente continuaba edificando y conservaba el templo erigido por aquella” (p. 353). Para aquel entonces, el primer capellán y fundador de la Hermandad, Juan Alonso González, había traspasado el cargo a su hijo, José González Islas, quien acometió a partir de 1751 la remodelación de la Iglesia de San Miguel y logró, en 1754, la real aprobación que hizo salir a la Hermandad del letargo en que la había sumido la disposición del obispo Peralta. Ese mismo año, la Junta de la Hermandad volvió a reunirse y eligió como Hermano Mayor al comerciante peninsular Francisco Álvarez Campana29.
Además de promover la creación de la Casa de Niñas Huérfanas, el nuevo Hermano Mayor elevó un escrito al rey en el que exponía la dilatada e irresuelta disputa con los curas de la catedral. La representación de Álvarez Campana dio origen a una Real Cédula expedida el 29 de abril de 1760. En la misma, Carlos III se hacía eco de las graves denuncias formuladas por la Hermandad:
pr. Franco Alvares Campana Hermano Mayor de la Cofradia de la Sta Caridad de esa Ciudad se me ha representdo, qe los curas de esa misma Iglesia en la qual se entierran los cadaveres de los Pobres difuntos, qe se encuentran en las calles, no quieren darles grasiosamte. sepultura y pretenden se les pague el entierro con el producto de las limosnas qe se recogen, exponiendo asimismo qe sobre el asumpto hai instancia pendiente en este Tribunal Eclesiastico y qe por este motivo se retraen en los devotos de un acto tan piadoso, pues dan la lismona con el determindo animo de qe unicamte sirva para sufragio pa. las almas de los referdos Pobres y no pa que se paguen derechos por. los entierros qe deven hacer de balde los curas cuia inhumanidad expresa ha llegdo a tanto qe han dilatado pr muchos dias el dar sepultura a los cpos pr esperar a q se junte la limosna correspondte para la satisfaccion de sus Dros Parroquiales dando lugar a qe los coman los cerdos y otros animales pr tenerlos arrojados en lugars muy inmundos.30
Aunque el rey no se pronunciaba expresamente sobre la cuestión de fondo, dejando la resolución en manos de la jurisdicción eclesiástica, la Real Cédula implicaba un claro respaldo para la Hermandad. Además, Carlos III exigía la pronta resolución del litigio y reconvenía a los curas por el tratamiento que hacían de los cadáveres, mandando al obispo de Buenos Aires les manifestara
la suma extrañeza qe ha causado la poca humanidad, con qe olvidados los curas de la obligacions de su minist. han diferido dar sepultura a los pobres, con tanto escandalo y mal exemplo, reprendiendoles seberisimamte y obligandoles (…) aque los entierren dentro del tpo qe ahi se acostumbra con los demas qe dejan bienes.31
Con el respaldo de la Real Cédula de Carlos III, la Hermandad retomó el entierro de pobres en el cementerio de su iglesia de San Miguel. Sin embargo, los conflictos entre la Santa Caridad y el clero secular se prolongaron durante el resto del siglo xviii. Alentado por el resultado favorable de la disputa, el capellán de la Hermandad, José González Islas, solicitó a Roma el “privilegio de enterratorio general” para su iglesia de San Miguel. Esto implicaba que el templo de la hermandad y su cementerio quedaban habilitados para el entierro, no sólo de pobres y ajusticiados, sino de cualquier fiel que decidiera sepultarse en el mismo. En 1769, el Papa Clemente xiv concede, mediante un Breve Apostólico, el privilegio de sepultura a la iglesia de San Miguel. "/>
La concesión papal implicaba un duro revés para los curas de la nueva parroquia de San Nicolás, en cuya jurisdicción se situaba el templo. El cobro de los derechos de entierro se convirtió en el centro de un nuevo litigio que enfrentaba a la hermandad y a su capellán, González Islas, con los párrocos de San Nicolás. La disputa entre ambas partes se extendió durante décadas e hizo reflotar una vez más las denuncias cruzadas en torno a las irregularidades y desatenciones en el entierro de pobres, así como a la deficiente administración de las limosnas. Los párrocos sostenían, por ejemplo, que el capellán hacía “pasear los cadaveres en ombros de quatro negros conducidos para el efecto correspondiendo este exercisio a los hermanos de la Caridad, y de qe el capellan parece les ha privado para ser dueño absoluto de qto es de utilidad”32. Por su parte, González acusaba a los curas de estar “ciegos de codicia”33 y les imputaba, entre otras faltas, el quedarse con los escasos bienes de los difuntos, a cambio de darles sepultura. También sostenía que éstos se habían negado a enterrar a un pobre que “siendo tiempo riguroso de verano, hta entrado el Sol estuvo insepulto el Cuerpo, inficionando todo este entorno”34.
No sólo la Santa Caridad se hacía cargo de los entierros de limosna. Un rápido vistazo por los libros de difuntos revela que en todas las iglesias y conventos de la ciudad se realizaban esta clase de entierros. Además de los pobres enterrados por la Hermandad, un ingente número de fieles recibía sepultura de forma gratuita en las parroquias e iglesias conventuales de Buenos Aires, especialmente en sus camposantos. Además, algunas cofradías también practicaban la caridad para con los pobres difuntos, como la de San José y Ánimas, asentada en el hospital de los betlemitas, que proporcionaba “alivio y sufragios” a las almas “de los pobres enterrados en el Campo Santo de dicho Hospital”35. Sin embargo, el rol de los párrocos en esta materia resultaba crucial. A ellos recurrían los fieles en primera instancia y eran además los encargados de decidir el tipo de entierro y el arancel correspondiente, de acuerdo a la identidad del difunto y su capacidad económica. Llegado el caso, ellos también daban aviso a la Hermandad de la Santa Caridad si es que a ésta le correspondía intervenir.
Durante la mayor parte del siglo xviii, Buenos Aires contó solamente con dos curatos, la catedral y el de naturales, con sede en San Juan Bautista. A estos se sumaban dos viceparroquias, La Concepción y San Nicolás. En 1769, el obispo Manuel Antonio de la Torre dispone la disolución del curato de naturales y la creación de cuatro nuevas parroquias en el viejo territorio de la catedral: Nuestra Señora de la Concepción, Nuestra Señora de la Piedad, Nuestra Señora de Montserrat y San Nicolás de Bari. A ellas se unió Nuestra Señora del Socorro, a partir de 178436.
Cada una de las parroquias contaba con su propio territorio y asociado a éste el derecho de sepultura (Ius sepelendi), que alcanzaba a los todos los fieles residentes dentro de su jurisdicción. De acuerdo con el “auto de erección” de los nuevos curatos, “el cura domiciliario (…), es, aquien corresponde, y pertenece el oficio, y dar sepultura, ael que muere”37. La percepción de estos aranceles resultaba vital, ya que tanto las misas de difuntos como los derechos de cruz eran uno de los principales ingresos de los curas. Tal era la relevancia de esta fuente de ingresos que una peste podía “obrar milagros” en las rentas de un curato pobre. En 1791, por ejemplo, el cura de la parroquia de La Piedad “escribía al virrey que el año había sido «el más pingüe que ha habido desde que he servido este Curato, de resultas de la grande epidemia de vigüelas»” (Di Stefano, 2000, p. 93). Otro cura, en este caso el párroco de Monte, se quejaba, años más tarde, de la escasa mortandad que se verificaba en su jurisdicción: “aquí ni se mueren ni se casan, y ya no puedo sufrir en este destino”38.
La dependencia de los párrocos con respecto a los “derechos de estola” explica la vehemencia en la defensa de “sus muertos”, especialmente cuando estos fallecían en otra jurisdicción y obviaban pagar la mitad del arancel que correspondía al cura territorial39. Otro conflicto recurrente se desataba cuando el domicilio del fallecido resultaba dudoso o motivo de controversia, sobre todo entre aquellos que poseían casa y estancia, y repartían su tiempo por partes iguales entre la ciudad y la campaña40.
Pero, ¿qué hacer con aquellos que no podían cubrir siquiera el arancel mínimo, estipulado en tres pesos?41 ¿Cómo cumplir con el deber cristiano de sepultura, salvaguardando, al mismo tiempo, las rentas del curato? De acuerdo con el viejo arancel sancionado por el obispo Mancha y Velazco a mediados del siglo xvii, los curas tenían la obligación de dar entierro de limosna a los “pobres de solemnidad”. Sin embargo, esta disposición introducía una nueva disyuntiva: ¿cómo diferenciar a los fieles “verdaderamente pobres” de aquellos que no lo eran? La respuesta a esta pregunta era crucial, ya que si por un lado se encontraba en juego la integridad de las rentas parroquiales, por el otro, los curas corrían el riesgo de faltar a sus deberes pastorales e incurrir en un comportamiento “inhumano”, como el que les había reprochado Carlos III en su Real Cédula de 1760.
El obispo De la Torre era plenamente consciente de los conflictos que podía acarrear una actitud demasiado rígida por parte de los curas. Junto con el desmembramiento y erección de curatos, el prelado había establecido un arancel reducido para las nuevas parroquias, en virtud de “ser generalmente pobres los feligreses de los territorios demarcados”42. Con respecto a los “pobres miserables” De la Torre recordaba a los curas su deber de caridad e invocaba en esta materia el auxilio de la Hermandad:
Siendo las personas miserables ejercitarán los párrocos la caridad que prescribe el Ritual, teniendo al mismo tiempo la piadosa fundación de la Hermandad de la Caridad, que con licencia de S. M. hay en esta ciudad, cuyo objeto es dar mortaja y sepultura con misa, a los pobres que mueren entre sus males destruidos de temporales bienes, pues nos constan los vivos deseos de los hermanos en el ejercicio de su caritativo instituto.43
En sus “previsiones a los curas párrocos”, el prelado volvía a insistir en el deber de caridad que debían cumplir los clérigos: “siendo verdaderamente pobres los difuntos, deben estar inteligenciados los curas, que es de su Paternal, Parroquial, eclesiastico, ministerio enterrar gratis a los Pobres”44.
Sin embargo, el mismo De la Torre, preocupado por la recaudación de sus “cuartas episcopales”, advertía a los clérigos del “encogimiento de los Fieles, quando no lo tienen para gastar muchos pesos en juegos, Comidas, Timbales, y con los Negros trompeteros cuias tocatas sirven de una detestable indecencia”45. Según el obispo, “varios se fingen pobres, para pedir sus herederos entierro de caridad, o limosna; teniendo despues contiendas sobre la herencia”46. Otra práctica frecuente, de acuerdo con el prelado, consistía en pedir un entierro de caridad en los templos de los regulares, so pretexto de la pobreza y devoción del difunto, “y con la impostura, de que siempre tubo animo de enterrarse en sus iglesias”. De esta forma, los herederos lograban eludir el pago de los derechos parroquiales, privando al fallecido de los sufragios correspondientes. Ante estos abusos, el prelado pedía a los curas que “no degen pasar estos fraudes (…), pero sin el afecto de codicia, tan prohibida en esta materia”47.
La dificultad a la que se enfrentaban los curas radicaba en cómo determinar quiénes eran “verdaderamente pobres” y se encontraban, por lo tanto, imposibilitados de pagar el arancel48. Como señala Lucas Rebagliati (2016), “en la época no existía una definición tajante de pobre establecida por la ley sino concepciones flexibles que, al tener en cuenta muchos factores, lograban incluir a personas de diferentes sectores sociales” (p. 6). Además, ésta no era necesariamente una “condición estática”, sino una de la cual se podía entrar y salir con cierta fluidez. Tampoco existía una única “pobreza”, dado que las fuentes distinguían muy claramente entre pobres “solemnes” y “vergonzantes”49, además de emplear el calificativo “miserable” para dar cuenta de un subgrupo particularmente vulnerable50. El principal problema concernía a los límites de la categoría, a su definición y a los factores que debían tenerse en cuenta para distinguir a los “pobres falsos” de los “verdaderos”. Como puede verse, un concepto tan difuso y polisémico no aportaba mayores precisiones y dejaba la decisión al arbitrio de los párrocos.
Para acotar la arbitrariedad de los curas y “quitar equívocos y ficciones”, el obispo De la Torre brindaba, en sus instrucciones, su propia definición de pobreza:
que por Pobres miserables son entendidos los que en esta vida no dejaron vienes, ni quien de Justicia deva enterrarles, no teniendo Padres, ni hijos, que puedan suplir la corta limosna de el entierro, y sepultura.51
El concepto de pobreza adoptado por el obispo no sólo era restrictivo, sino que extendía su alcance al círculo inmediato del difunto. De acuerdo con el prelado, dar entierro a los pobres no era solamente un deber de los curas, sino, en primer término, de la propia familia del fallecido:
siendo grave cargo de los hijos atender a las necesidades desus Padres vivos, con antelacion, y preferencia a la de sus propias familias, y aun de sus mugeres proprias (…) fuera notoria impiedad, no cuidar los hijos, que pueden, del piadoso entierro, y sepultura de sus Padres imposibilitados: en lo cual no suelen reparar, como enseña la Experiencia, los mundanos, aquienes deven desengañar sus Parrocos; para que tales ingratos no pequen de afectada ignorancia: sin que para tan devida amonestacion, sirva de remora a los curas el vano temor, de que maliciosamente se presuma, o se les impute à codicia esta christiana, y piadosa Doctrina. 52
El intento de restringir los entierros de limosna, por un lado, y la defensa ante las acusaciones de “codicia”, por el otro, revelan el delicado equilibrio en que debían moverse los párrocos53. Aunque el arancel y las disposiciones episcopales buscaban establecer lo más claramente posible el patrón de conducta a seguir en cada caso, la realidad de los curatos no siempre coincidía con las normas.
A diferencia de otras fuentes, como los testamentos, los registros parroquiales nos permiten profundizar en los comportamientos y actitudes ante la muerte asumidos por los sectores más vulnerables de la sociedad colonial. El análisis serial de los libros de difuntos revela el peso cuantitativo de los entierros de limosna, al igual que otros datos concernientes a la identidad de estos fieles, como su edad, género y condición étnica. En este apartado, concentramos nuestro análisis en una de las cuatro parroquias erigidas en la ciudad de Buenos Aires en 1770, la de Nuestra Señora de Montserrat.
El primer libro de difuntos del curato, que comprende los años 1770-1800, consigna un total de 4105 entierros54. Los entierros de limosna y gratuitos alcanzaron los 835 difuntos, equivalentes al 20% de todas las inhumaciones registradas en ese período55. De éstos, sólo el 16% (133 difuntos) fueron sepultados por la Hermandad de la Santa Caridad, mientras que el 68,5% (572 fallecidos) fueron enterrados en el templo y cementerio de la parroquia. El peso de la propia parroquia como lugar de inhumación se revela decisivo, aunque es muy probable que los entierros realizados por la Hermandad se encuentren ligeramente sub-representados en la muestra, ya que éstos sólo se consignaron entre los años 1773 y 179156. En tercer lugar se sitúan las iglesias conventuales y, muy por detrás, los demás templos de la ciudad. La distribución de los entierros es muy significativa, ya que contrasta abiertamente con los datos proporcionados por las fuentes notariales. Entre quienes hacían testamento preponderaban los conventos como lugares de inhumación (77,13% del total)57, mientras que en el caso de los pobres el entierro en manos de regulares representaba menos del 15%.
Los datos obtenidos demuestran que en una parroquia “pobre” de las afueras de la ciudad, como la de Montserrat, uno de cada cinco difuntos era enterrado de limosna, ya fuera dentro de la propia parroquia, en el camposanto de la Santa Caridad o en los conventos de regulares59. Sin embargo, estas cifras poco nos dicen sobre la identidad y características de los difuntos. La composición por sexos revela una leve mayoría de hombres sobre mujeres (52% contra 48%), pero que no difiere significativamente de la tendencia general registrada sobre el total de la parroquia. Por el contrario, la proporción de párvulos (niños menores de ocho años) registra una variación importante; mientras que éstos representaban 48% del total de inhumaciones, su participación cae al 36% de los entierros de limosna. Si analizamos la composición étnica de los fieles enterrados obtenemos algunas precisiones adicionales.
Cuadro 1. Entierros gratuitos y de limosna (por lugar de inhumación)
Lugar | Cant. | % |
---|---|---|
Iglesia de Montserrat | 432 | |
Cementerio de Montserrat | 140 | |
Total parroquia de Montserrat | 572 | 68,50 % |
San Miguel (Santa Caridad) | 133 | 15,92 % |
Convento de San Francisco | 44 | |
Convento de Santo Domingo | 32 | |
Convento de La Merced | 14 | |
Santa Recolección | 26 | |
Convento de las Capuchinas | 1 | |
Convento y Hospital de Betlemitas | 4 | |
San Roque (terciarios franciscanos) | 1 | |
Total iglesias conventuales | 122 | 14,61 % |
San Nicolás | 1 | |
La Piedad | 1 | |
Catedral | 1 | |
Total otras iglesias parroquiales | 3 | 0,36 % |
San Ignacio | 2 | 0,24 % |
No especifica | 3 | 0,36 % |
Total | 835 | 100,00 % |
Fuente: Elaboración propia a partir de datos provenientes del Primer libro de difuntos de la parroquia de Montserrat, 1770-1800.
En la mayoría de las partidas no se especifica la pertenencia étnica del difunto, pero podemos asumir que estos fieles eran blancos, y en menor medida mestizos, aún cuando la primera de estas categorías no se usó más que una vez en todo el libro y la segunda de forma muy reducida y sólo tardíamente. La “blanquitud” se daba por supuesta, reforzada eventualmente por el apelativo “Don”, mientras que en el caso de los mestizos, puede haber operado un deseo de ocultar el origen étnico o una expectativa de “blanqueamiento”. Si comparamos la participación de esta categoría (blancos y mestizos) sobre el total de entierros y sobre los de limosna, observamos que el porcentaje se mantiene estable, descendiendo sólo entre los difuntos sepultados por la Santa Caridad. Este porcentaje nos indica la presencia de un contingente significativo de blancos pobres que solicitaban entierro de limosna, especialmente en la iglesia parroquial. Algo muy similar, aunque en una proporción mucho menor sucede con los españoles peninsulares y otros europeos, sobre todo portugueses, que también mantienen un porcentaje constante en los tres casos.
La proporción de negros, pardos y morenos desciende en los entierros de limosna. Esta disminución, que se verifica especialmente entre los esclavos, es predecible si tenemos en cuenta que, de acuerdo con el arancel, la sepultura de éstos debía ser costeada por sus amos. Sin embargo, resulta significativa la presencia de un número relativamente alto de esclavos enterrados sin cargo (5,87%). Nuestro relevamiento confirma la persistencia de una práctica que ya había sido detectada por Frías (2008) en algunas partidas del siglo xvii: algunos amos “pedían se enterrase a sus esclavos de limosna, entre ellos el gobernador Martínez de Salazar, un regidor, un sacerdote de la Catedral y hasta el mismo Obispo” (p. 142). En nuestro caso, sucede algo muy similar. En algunas oportunidades incluso se invoca la “pobreza” del amo para eximirlo del pago de derechos. Por ejemplo, en agosto de 1770, en la partida de una esclava bozal, el cura consigna: “por ser los amos pobres miserables con entierro de limosnas”60.
Cuadro 2. Entierros según composición étnica
Categoría ética | Total de entierros | Entierros de limosna | Entierro Santa Caridad | |||
---|---|---|---|---|---|---|
No especifica | 2.726 | 66,41 % | 546 | 65,39 % | 61 | 45,86 % |
Españoles | 128 | 3,12 % | 28 | 3,35 % | 4 | 3,00 % |
Otros europeos | 64 | 1,56 % | 9 | 1,08 % | 2 | 1,50 % |
Total negros, pardos y morenos | 1.109 | 27,02 % | 147 | 17,60 % | 30 | 22,55 % |
Esclavos | 624 | 15,20 % | 49 | 5,87 % | 2 | 1,50 % |
Pardos y negros libres | 225 | 5,48 % | 42 | 5,03 % | 10 | 7,52 % |
Pardos, negros y morenos (no especifica) | 260 | 6,33 % | 56 | 6,71 % | 18 | 13,53 % |
Indios | 244 | 5,94 % | 132 | 15,81 % | 41 | 30,83 % |
Mestizos | 25 | 0,61 % | 10 | 1,20 % | 1 | 0,75 % |
Blancos | 1 | 0,02 | 0 | 0,00 % | 0 | 0,00 % |
Total | 4.105 | 100,00 % | 835 | 100,00 % | 133 | 100,00 % |
Fuente: Elaboración propia a partir de datos provenientes del Primer libro de difuntos de la parroquia de Montserrat, 1770-1800.
A diferencia de los demás segmentos, que se mantienen relativamente estables, el porcentaje de indios varía ampliamente de acuerdo a los distintos tipos de entierro analizado. Mientras que éstos representan sólo un 6% del total de difuntos, su participación aumenta al 16% de los entierros de limosna y al 31% de los sepultados por la Hermandad de la Santa Caridad. Los datos corroboran que se trata de un sector extremadamente vulnerable dentro de la sociedad colonial y altamente dependiente de las instituciones de caridad. Además de las desventajas inherentes a su condición socio-étnica, la gran mayoría de los indios enterrados de limosna, tanto en la parroquia como fuera de ella, no eran nativos de la ciudad sino de otros puntos del virreinato, especialmente de las Misiones.
La carencia de redes de sociabilidad afianzadas y la falta de un anclaje social dentro del ámbito parroquial pueden haber contribuido a hacer de los indios, y otros habitantes recientes, uno de los sectores más dependientes de los entierros realizados por la Hermandad. Esta hipótesis se ve corroborada por la alta proporción de fieles nacidos fuera de la ciudad que se cuentan dentro de los difuntos enterrados por la Santa Caridad. Los “forasteros” representan sólo el 16% del total de entierros, pero entre los fieles asistidos por la Hermandad la proporción se eleva al 53%. Además, se registra una profundización en la prevalencia del sexo masculino sobre el femenino. El porcentaje de hombres entre los entierros de la Caridad asciende al 59%, contra un 52% del total de entierros de limosna. Más pronunciada aún es la caída en la proporción de párvulos, que desciende desde un 36% de todos los entierros de limosna a menos de un 10% de las inhumaciones realizadas por la Hermandad. Todos estos datos corroboran que el accionar de la Santa Caridad en materia de entierros se concentraba en un cierto perfil de fieles, mayoritariamente hombres adultos y especialmente forasteros.
Por el contrario, si el pobre pertenecía a la feligresía estable de una parroquia o si contaba con familia y amigos en la ciudad era esperable que solicitase sepultura de caridad a su cura territorial o a alguna de las órdenes de regulares61. Algunos testadores también pedían este auxilio en sus últimas voluntades, como Ignacio Elizalde, que pidió ser entierrado en Santo Domingo “como pobre q.e soy”62, o el licenciado Cosme Hurtado de Mendoza, que, agobiado por las deudas, solicitó sepultura en el “lugar que tengan por conveniente asignarle la Caridad de los Religiosos Hospitalarios”63. Tanto los párrocos como los frailes conocían a sus fieles y se encontraban ligados a ellos por múltiples intereses, redes familiares y de sociabilidad. Es probable que los clérigos se sintiesen social y moralmente obligados a enterrar a sus propios feligreses, aunque fuese de limosna. Como señala Stuart Woolf (1989),
la línea divisoria entre los que merecían asistencia y los que no la merecían estaba trazada por la duración del asentamiento. En las sociedades organizadas sobre explícitos valores de honor, status y familia, y que funcionaba por medio de mecanismos de patronazgo, protección y recomendación, la residencia era una condición necesaria para una confianza cimentada en el conocimiento personal o indirecto del carácter, el comportamiento y las necesidades del individuo (p. 35).
Si el fallecido era un completo desconocido, al cura le resultaba más sencillo y conveniente recurrir a la Santa Caridad, evitando los costos y el trabajo que implicaba la inhumación del difunto. Los vínculos familiares también eran cruciales, como demuestran numerosas partidas. Sólo por citar un ejemplo, el libro de difuntos de Montserrat consigna que Laureano Ávalos, fallecido en mayo de 1773, “se enterro en Sn Franco de limosna a causa de tener un Religioso pariente qe suplico pr el entierro”64.
Las partidas estudiadas sugieren que los curas contaban con cierto margen de maniobra para negociar el entierro de sus fieles, decidiendo o no la condición de pobreza del difunto, de acuerdo a parámetros muy flexibles. Hemos visto como el párroco podía eximir de derechos a un propietario de esclavos por considerarlo “pobre” o “pobre miserable” y al mismo tiempo exigir a un indio o forastero sin recursos que pagase el mínimo de dos pesos para ser sepultado en la parroquia. Otra alternativa consistía en negociar una rebaja en el arancel, procedimiento del que también dan cuenta las partidas: “pago solamte de derechos de Cruz siete ps por no alcansar a mas sus bienes”65, o “quedo a satisfacer lo qe pudiesse dar mirándolo en charidad según orden del Illmo Sr.”66.
Pero la pobreza no era el único motivo por el que los curas eximían a sus fieles del pago de derechos de entierro. Aunque el arancel eclesiástico no establecía nada al respecto, los clérigos solían enterrar sin cargo a ciertos difuntos notables, especialmente si estos habían contribuido en vida a la fábrica de su parroquia o iglesia. Muchas partidas aluden a la condición de “bienhechor” o “benefactor” del fiel. Esta gracia también podía hacerse extensiva a su familia y esclavos. Un beneficio similar gozaban los propios curas, como sucedió con Francisco Antonio Suero, párroco de Montserrat por más de veinte años, y enterrado allí gratis, con oficio de primera clase, en 1791.
Para diferenciar estos entierros solía utilizarse el término “gratis” en lugar de “limosna”, ya que esta última palabra indicaba expresamente un acto de caridad reservado a los pobres. Sin embargo, la barrera entre estos dos conceptos resultaba difusa, dado que en otras oportunidades la palabra “gratis” también se usó para designar los entierros de pobres. Por ejemplo, Andrés Malaved, fallecido en agosto 1782, fue sepultado en el convento de los Recoletos con entierro menor y “pr pobre cargado de mucha familia gratis”67. En todo caso, la posibilidad de conceder un entierro “gratuito”, sin que este estuviera ligado a un requisito específico como la condición de pobreza, aumentaba la discrecionalidad de los curas en la recaudación de sus derechos y les brindaba cierto margen para “negociar” el arancel.
En todas las fuentes analizadas subyace una misma tensión, que hace de la sepultura y asistencia al difunto un deber cristiano y un acto de caridad, al mismo tiempo que una fuente de recursos vital para el clero local. Piedad y economía se entrelazaban en el momento de la muerte, reforzando las diferencias jerárquicas que habían distinguido en vida a esas mismas personas. En este contexto, la disputa por el control de las limosnas, recaudadas mediante la exhibición pública de los cuerpos insepultos, no sólo expresaba los conflictos que enfrentaban al clero de la ciudad con un importante sector de la élite local, sino también los propios límites del modelo de caridad colonial. No se trataba de borrar las diferencias jerárquicas que separaban a los distintos sectores sociales, ni siquiera en el momento de la muerte, sino de asegurar a todos los fieles un piso mínimo de “humanidad”, consistente en un sencillo oficio de sepultura. Quiénes debían hacerse cargo de esta tarea y cómo debía llevarse a cabo eran los principales motivos de conflicto.
La distribución topográfica de los entierros y los testimonios contenidos en las partidas de difuntos corroboran la preeminencia de un modelo de piedad que hacía del lugar de inhumación un aspecto crucial en el camino a la salvación. Incluso los pobres trataban de ser enterrados en los conventos, especialmente quienes contaban con familiares dentro del clero regular, para gozar de los sufragios e indulgencias asociados a las órdenes mendicantes. Otros fieles solicitaban un entierro de limosna en su propia parroquia, apelando al deber de caridad de los curas. Cualquiera de estas opciones era preferible a ser enterrado en el cementerio, y especialmente el de la Santa Caridad, al que quedaban relegados una mayoría de indios y forasteros, desprovistos de lazos de sociabilidad y parentesco.
Por otro lado, si el obispo De la Torre tenía razón al afirmar que “varios se fingen pobres, para pedir sus herederos entierro de caridad, o limosna”, estaríamos ante otra modalidad del complejo entrecruzamiento entre piedad y economía. Estos fieles, especialmente los familiares de los difuntos, buscaban acotar los gastos de entierro al mínimo posible, aunque aquello implicase un eventual perjuicio espiritual para el alma del fallecido. Es difícil determinar si este comportamiento era la expresión de una nueva sensibilidad religiosa, menos barroca y más utilitarista, o si la impopularidad del arancel y el desprestigio de los derechos de estola eran el principal motivo de estas conductas. En cualquier caso, tampoco faltaron ejemplos de conflictos entre los curas y sus fieles por el cobro de los derechos de entierro y la disputada condición de “pobreza” que muchos alegaban para evitar el pago del arancel.
Finalmente, la documentación relevada demuestra que aquel vasto y ambiguo concepto de “pobreza”, al que las fuentes apelan insistentemente, incluía a sectores muy diferentes dentro de la sociedad colonial. Estas diferencias se expresaban de distintas formas en el momento de la muerte e implicaban tratamientos diferenciados de acuerdo a la identidad y “calidad” del difunto. No era el mismo destino el que recibía el cadáver de un pobre perteneciente a la feligresía estable de una parroquia, o aquel que contaba con parientes entre el clero regular de la ciudad, que el de un mendigo o un indio recién llegado de las Misiones o del Alto Perú. Lejos de constituir una instancia igualadora o universal, el momento de la muerte reflejaba el lugar ocupado en vida dentro de aquel entramado social. Ni siquiera entre los más pobres la muerte dejaba de ser una instancia jerarquizada y profundamente desigual.
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Fecha de recepción: Junio 4 de 2018.
Fecha de aprobación: Setiembre 6 de 2018.