Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales

Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco

ISSN 2347-081X

http://www.revistas.unp.edu.ar/index.php/textosycontextos

2022. Núm 10. 15-39

De la decadencia de la vida virtuosa en Roma a la sacralización de la vida biológica en el cristianismo

Crisis y transformación en el gobierno de los hombres

From the downfall of the virtuous life in Rome to the sacralization of biological life in Christianity: Crisis and transformation in the government of folks

Rodrigo Hernández Gamboa

arcadios23@gmail.com

Universidad Autónoma Metropolitana

Fecha de recepción: 13 de enero de 2022

Fecha de aprobación: 26 de mayo de 2022

Fecha de publicación: 31 de julio de 2022

Para citar este artículo: Hernández Gamboa, Rodrigo (2022). De la decadencia de la vida virtuosa en Roma a la sacralización de la vida biológica en el cristianismo: Crisis y transformación en el gobierno de los hombres. Textos y Contextos desde el sur, Número 10, 15-39.

Resumen

Las religiones nacen a partir de las necesidades específicas del contexto en donde se originan, buscando resolver las carencias y los males de los individuos en momentos específicos; así como a través de una serie de sincretismos con las creencias religiosas que las antecedieron, las cuales son utilizadas para posicionarse como hegemónicas. Ambas circunstancias acaecieron en Roma durante los primeros siglos de esta era, cuando los cultos públicos no gobernaban los impulsos pasionales de los individuos y los cultos mistéricos instaurarían los dogmas para controlar el pensamiento y la conducta de los sujetos. Tal contexto afirmó la crisis política y religiosa del Imperio Romano, sentando las bases para la asunción del cristianismo como el futuro culto de occidente. Este trabajo abordará dicho proceso de crisis y transformación, teniendo como eje de análisis el gobierno sobre la vida de los sujetos y los mecanismos para su control.

Palabras claves

Vida virtuosa, vida biológica, cristianismo, Imperio romano, gobierno

Abstract

Religions are born from the specific needs of the context in which they originate, seeking to solve the shortcomings and ills of individuals at specific times. Religions also originate through a series of syncretisms with the religious beliefs that preceded them, which are used to position themselves as hegemonic. Both circumstances occurred in Rome during the first centuries of this era when the public cults did not govern the passionate impulses of the individuals and the mystery cults would establish the dogmas to control the thought and behavior of the subjects. Such a context affirmed the political and religious crisis of the Roman Empire, laying the foundations for the assumption of Christianity as the future religion of the West. This work will address this process of crisis and transformation, having as the axis of analysis the government over the life of the subjects and the mechanisms for their control.

Keywords

Virtuous life, biological life, Christianity, Roman Empire, government.

Decadencia y crisis de la virtud romana

La ética grecolatina estaba edificada sobre dos pilares, los mismos que habían erigido las ciudades tanto en Grecia como en Roma: La ética familiar (ἔθος-éthos), que abordaba las costumbres y los hábitos propios del lugar de residencia y se obtenían al paso de la propia experiencia, sin otro esfuerzo más que la convivencia con sus próximos, y la ética pública (ἦθος –éthos), que reflejaba la participación de los hombres en los asuntos públicos a través de la razón (λóγος-lógos) por lo tanto, su adquisición partía de un esfuerzo por desarrollar una existencia superior a través del conocimiento y de la razón que los conducirían hacia la felicidad verdadera (εὐδαιμονία-eudaimonía) (Flores Rentería, 2017, p. 24).

Estos dos elementos de la ética estaban entrelazados. Ambos se fundamentaban en el seguimiento a los rituales religiosos domésticos, que desde las familias romanas consentían la imposición de un liderazgo con cualidades propias de la imperativa necesidad de sobrevivir y de mantenerse como un grupo cohesionado. El líder de la gens era también el sacerdote, el juez y el general de su progenie, por lo que estaba obligado a desarrollar una serie de condiciones propias de su autoridad como el conocimiento de los rituales religiosos y de las leyes domésticas, la dirección en la guerra y la temperancia para juzgar correctamente las disputas internas (Varrón, 1998, p. 165). Estos liderazgos tenían que conducir sensatamente a su estirpe a partir de las normas y la ética familiar de la esfera privada, pero también representaban a su progenie en las asambleas de la ciudad y con el soberano, siendo los únicos facultados para participar en la esfera pública mostrando, además de los valores éticos privados, la superioridad de sus cualidades oratorias, religiosas, racionales o valerosas, no como individuos, sino como representantes de su linaje, exhibiendo públicamente su preponderancia sobre el resto, y así manifestando su existencia virtuosa para gobernar a la ciudad1 (De Coulanges, 2017, pp. 112-113).

Ambas nociones éticas fueron trastocadas a finales de la República y durante el Imperio romano. La ética doméstica en torno a las gentes fue derruida, la propiedad de la tierra fue dividida, la preeminencia legal de las familias ya no se establecía únicamente en la primogenitura, las leyes privadas fueron intervenidas por las legislaciones públicas y se dejaron de lado los rituales religiosos de la ciudad (Apiano, 1958, pp. 24-25). La ética familiar que se expresaba en Roma en el mos maiorum quedó quebrantada, dejando en la irrelevancia este actuar. Lo mismo puede señalarse del proceder público, ya que las cualidades que se exhibían en las asambleas de la ciudad para mostrar la preponderancia de una familia sobre otra se limitaron, no siendo necesario mantener las habilidades oratorias, racionales o religiosas. Las magistraturas se repartieron entre los que conservaron el uso de la fuerza, adquirieron las voluntades de los electores o compraron el cargo público para esquilmar a los pobladores (Asimov, 1981, p. 192). Por lo tanto, la ética familiar como la ética pública se mostraron desechables ante el nuevo contexto que prevaleció a inicios de Imperio romano (27 a. C.).2

La crisis de la ética antigua a finales de la República romana trajo aparejadas dos consecuencias: la primera fue la liberalización de las pasiones y los placeres de los individuos desde la esfera pública y la segunda, la expansión de las religiones místicas orientales entre las provincias del Imperio. Ambas situaciones acentuaron la crisis de los cultos públicos romanos, así como la transfiguración e introducción de la ética cristiana en Occidente.

Se entiende por liberalización de las necesidades orgánicas a la eliminación progresiva de ciertas restricciones que tuvieron por objetivo la administración de las necesidades y los placeres de los individuos que, durante la Monarquía y la República romana, estuvieron gestionadas por las gentes y por los cultos domésticos en busca de la virtud (De Coulanges, 2017, p. 79). La descomposición de las gentes que disciplinaban y administraban las pasiones de los hombres a través de las instituciones de la esfera privada no implicó un control y gobierno de éstas por parte de las estructuras de la autoridad imperial o de otra instancia pública; por el contrario, el ejercicio del poder político utilizó la desregulación de las pasiones heredada por el decaimiento de las gentes para mantener y justificar la autoridad del emperador, entregando los medios para la saciedad de estas necesidades orgánicas a través de la transformación de leyes y de la religión antigua para que estas prácticas pudieran expresarse sin ataduras en la esfera pública (Apiano, 1958, p. 25).

La liberalización de las pasiones se formuló mediante la modificación de las leyes de la ciudad, en la transformación de la ética guiada por las magistraturas y los sacerdocios, en el discontinuo de los cultos domésticos y en el desplazamiento de las acciones del poder imperial. Estas mutaciones consintieron la desregulación de las prácticas sexuales y los matrimonios, la liberalización y amplificación de los vicios entre los distintos estratos sociales, el alarde de la riqueza, el aumento en el número de esclavos para su uso doméstico, en el abandono de los sacerdocios públicos, en la amplificación de los asesinatos y los delitos comunes agrupados en el descrédito a determinadas familias, las luchas violentas por obtener el poder político y la expansión de los cultos místicos que desafiaban a la religión de la ciudad (Rossi, 2015, p. 35). Estas medidas muestran la decadencia de la ética romana a través de la liberación de las pasiones para que los hombres se deleiten en torno a sus deseos, necesidades e intereses (San Agustín, 2017, p. 66). Esta situación fue utilizada por las instituciones del Imperio para justificar las relaciones de dominación mediante el desprecio de la existencia virtuosa como mecanismo de acceso a la participación política (San Agustín, 1953, p. 143).

Las transformaciones causadas por la liberalización de las pasiones tuvieron como antecedente, además del derrumbamiento de las gentes y la amplificación del uso de la fuerza y la riqueza en el ejercicio del poder político, la introducción de las doctrinas epicúreas3 en Roma a finales de la República. Esta doctrina ética y filosófica se adoptó contrario a la moderación enaltecida por Epicuro. En la ciudad eterna se privilegió la felicidad entendida a partir del placer continuo, enalteciendo cualquier símbolo de autocomplacencia y despreciando toda forma de dolor que, en Roma, rica y poderosa, se expresarían en múltiples vertientes, en las cuales las pasiones y los placeres se colocarían por encima de los síntomas de moderación o virtud, mostrando el seguimiento de esta filosofía como justificación para una serie de excesos en los que la delicia y el lujo se convertían en un modo de vida aceptable (Zeller, 2017, p. 242).

Esta situación convocó a una confrontación permanente en la lucha por hartar los goces de la existencia orgánica desde el poder político, por lo que es claro que durante este periodo las convulsiones por asegurar los satisfactores se expresarían en conflictos entre los distintos estratos sociales que se sentían más o menos favorecidos por la distribución de bienes. Augusto y otros emperadores como Tiberio, Claudio o Vespasiano trataron de mediar las disputas a través de la rehabilitación de las antiguas prácticas religiosas. No obstante, era evidente que, ante el decaimiento de las familias patricias, la expulsión de las gentes como propietarias de la tierra y la eliminación de las facultades del Senado, los rituales y creencias religiosas eran sólo un cascarón que agrupaba una serie de liturgias que no significaban nada ni para las élites ni para el populus (Zeller, 2017, p. 244).

En contraste, los cultos místicos orientales que se introducían en las provincias romanas desde el siglo II a. C. mantenían un control sobre las necesidades y las pasiones de los hombres, las cuales eran gestionadas por una entidad más allá de la propia individualidad a través de las normas religiosas que éstos contenían.4 Los misterios de Dionisio o Baco que en Roma se propagaron en los siglos II y I a. C. se popularizaron con gran influencia en las provincias del Imperio. Los cultos a Cibeles y Atis que también se difundieron entre los romanos a finales de la República, siendo primeramente el culto nacional de Pesinunte, ciudad comercial de Frigia, en donde se estableció la ciudad mítica del Rey Midas, quien, según el mito, fue el fundador de su templo. Lo mismo sucede con Mitra, dios nacional de Persia que representa al Sol y que fue difundido entre los romanos, cuando las legiones ingresaron en las regiones de Partia en el siglo I a. C. Esta transfiguración de cultos nacionales en cultos místicos también puede decirse del judaísmo que, como religión nacional de Judea, se dispersó en el siglo I a. C. debido a las confrontaciones internas y a la expulsión de muchos practicantes, lo que dio como origen su expansión entre las provincias del Imperio y como el campo de cultivo para que el cristianismo creciera bajo su sombra (Cebrián, 2000, p. 15).

Estas religiones orientales tuvieron buena aceptación entre los romanos dado el insustancial o vacío panorama ético-religioso en el cual se encontraban y la urgencia por mediar los placeres orgánicos que se desbordaban en la esfera pública. Estos cultos místicos supieron desnacionalizarse e individualizarse en Roma, dependiendo para su fe no ya de una comunidad o de un Estado regidor de sus promesas, sino de la propia existencia de los individuos, los cuales practicaban su fe, aunque éstos estuvieran alejados de sus comunidades de origen, algo incomprensible para los cultos públicos romanos (Loisy, 1990, p. 17).

La ética religiosa grecolatina seriamente trastocada por la defenestración de las familias tradicionales, por la irrelevancia de las asambleas públicas y por la liberalización de los placeres, pronto se vio modificada por el poder político del emperador, manifestándose como antagónico a los valores que sostenían estos cultos orientales. Esta confrontación respondió al interés por normar el comportamiento de los individuos a través de determinados postulados conductuales, así como una clasificación diferente sobre lo bueno, lo justo, lo bello y lo sagrado. Esto se desenvolvió particularmente con la rama judeocristiana, pues a diferencia de las religiones mistéricas que permitían adorar a más de un dios, que se amoldaban a las condiciones contextuales de las provincias romanas o que se desarrollaban únicamente en la esfera privada, el mensaje ético-religioso del judeocristianismo se contradecía con el politeísmo romano, la desigualdad ontológica de los hombres, la depredación de los sujetos y particularmente con la liberalización de los placeres que enaltecía la ética pública intervenida por el poder imperial.

Augusto (27 a. C. - 14 d. C.) de la dinastía Julio-Claudia, intentó refrenar la propagación de los cultos orientales entre los ciudadanos de Roma a través de la reelaboración de las tradiciones antiguas. Esta recuperación de los cultos públicos sirvió para certificar las relaciones de dominación que él detentaba, así como para designar nuevas familias patricias de entre los seguidores a su persona. El emperador instauró los sacerdocios de entre la población liberta, reconstruyó los templos antiguos, glorificó al emperador a través de los cultos imperiales y reconstituyó las fiestas públicas (López Gómez, 2015, pp. 25-26). Sin embargo, esto no representó un verdadero retorno a la religión de la ciudad. Estas festividades anuales repletas de juegos, espectáculos de teatro, naumaquias, luchas de gladiadores y comidas públicas que se dispensaron entre las diferentes clases distaban mucho de los antiguos rituales más solemnes y herméticos y más bien estas festividades representaron el divertimento y la satisfacción de la población para la aceptación del Prínceps como jefe indiscutido de Roma (Martínez Fernández, 2010, p. 32).

La oposición a estas prácticas gubernamentales que alentaron la saciedad de las necesidades orgánicas se estableció en las religiones orientales. A través de la conducta cotidiana de los individuos y en el acceso a sus pasiones estos dogmas podían castigar o premiar a los sujetos por su comportamiento, lo cual determinaría su salvación o condena y, por ende, su relación más cercana o lejana hacia Dios, así como la posibilidad de una existencia futura más allá de la muerte, como lo prometían los cultos a Cibeles, a Isis, a Yahveh o a Mitra. Los cultos místicos ofrecían una redención de las penalidades de esta vida en una existencia posterior, en la que simbólicamente accedían a la inmortalidad (Zeller, 2017, pp. 246). La diferencia entre los dioses romanos, que se ceñían en proteger a la ciudad, y la mayoría de los dioses místicos, es que estos últimos se concentraban en la salvación de los individuos a los que se les exigía un autogobierno. Las religiones orientales ofrecían en contraprestación una relación de cercanía con la divinidad en tanto que algunos de estos dioses habían desarrollado y soportado estos mismos actos de constricción que exigían ahora a sus adeptos para su salvación. Los cultos mistéricos fungieron como traba a la predominancia de las satisfacciones de los placeres de la vida orgánica, pero también como crítica al poder imperial que privilegiaba y legitimaba su autoridad con base en la dispensa de estas pasiones entre los ciudadanos romanos.

El judaísmo es un ejemplo de las restricciones a las prácticas que favorecían la liberalización de los satisfactores orgánicos (Smallwood, 2008, p. 12). La hegemonía cultural que Roma reproducía en las provincias orientales conquistadas fue rechazada por los judíos, quienes se opusieron al culto imperial y a las exigencias de las leyes civiles en Judea, organizándose en revueltas en el año 4 a. C. Estos levantamientos pretendían desarrollar un movimiento mesiánico para la emancipación de su pueblo. Herodes I el Grande (37 a. C. – 4 a. C.), prefecto romano, sofocó estas rebeliones y crucificó a cerca de dos mil rebeldes judíos, mandando un mensaje de autoridad en la cual no se consentiría ningún tipo de insurrección al Imperio. Esto, aunque desalentó las relaciones entre los judíos y el emperador, evitó que se introdujeran los cultos y tradiciones romanas en Judea. Se restauró el poder del sumo sacerdote y el sanedrín de la ciudad, quienes eran los patriarcas del templo, recobrando los judíos su jurisdicción en materia religiosa y civil (Rodríguez Carmona, 2001, p. 115).

En el año 14 murió Augusto, dejando el legado de la Pax romana (27 a. C. - 180 d. C.) como un periodo de estabilidad interna y de seguridad exterior que se desarrolló a través de la eliminación de los oponentes políticos y de la cooptación de los mandos militares, aumentando sus magnitudes, atribuciones y preparaciones (Eck, 2003, p. 44), así como sus asignaciones pecuniarias (Bunson, 1994, p. 24). El emperador distribuyó riquezas entre el populus y el Senado para legitimar y mantener su autoridad política en la ciudad (Suetonio, s.f./1992ª, p. 228). Tales acciones públicas fueron el comienzo de la crisis ético-religiosa del Imperio, pues enmarcaron una nueva relación entre la detentación del poder político y la satisfacción de las necesidades orgánicas de los sujetos. Estas actividades fueron continuadas por su sucesor Tiberio (14 d. C.- 37 d. C) de la dinastía Julio-Claudia quien también liberalizó los placeres en Roma a pesar de que en un inicio el soberano buscó regularizar estas prácticas para afianzar su dominación.

El reciente emperador impidió que se le decretaran templos o que se le asignaran sacerdotes como a Augusto, así como que se le erigieran estatuas o liturgias. Rechazó el prenombre de Imperator, el sobrenombre de Padre de la Patria, la corona cívica que representaba su cargo religioso y las adulaciones de los senadores. Evitó cualquier cercanía con la religión o con su conversión en deidad. Tiberio, circunspecto, redujo los gastos que ocasionaban los juegos y espectáculos en la ciudad, recortando el salario de los actores y limitando el número de gladiadores ofrecidos en el coliseo. Además, el emperador encargó a los ediles de la ciudad que castigaran rigurosamente y limitaran las tabernas y los tugurios de Roma, e hizo servir en las comidas públicas los alimentos restantes del día anterior, prohibiendo el intercambio de besos y regalos en los días posteriores a las calendas de enero (Eck, 2003, pp. 44-45).

El intento de Tiberio por controlar los placeres de la ciudadanía romana y la nula posibilidad de legitimar estas acciones mediante la ética religiosa, condujeron a una serie de sublevaciones en contra del emperador. La más importante fue la del general Lucio Elio Sejano, quien asesinó al heredero de Tiberio y buscó infructuosamente el cargo del emperador (Cornelio Tácito, 1979, pp. 274-275). Tiberio, después del vano intento por recuperar las virtudes antiguas y, sumido en la depresión y en el aislamiento, se desatendió de los asuntos públicos y se entregó a los vicios y a los placeres que se caracterizaron por la liberalidad sexual y las riquezas desbordadas. De ahí que el anuncio de la muerte de Tiberio en el año 37 fuera recibido con entusiasmo por todos los integrantes de la ciudad (Suetonio, s.f./1992ª, pp. 339-340).

El desencanto entre los romanos por el gobierno de Tiberio se contrastó con la celebración por el gobierno de Calígula (37 d. C. – 41 d. C) de la dinastía Julio-Claudia, quien privilegió la liberalización de las pasiones desde el poder público como se interpreta de los sucesos relatados por Dion Casio (202/2011, pp. 491-492). Calígula exoneró a los ciudadanos del saludo oficial, tanto a las autoridades como a las de las familias, permitió el retraso o la suspensión de los juicios y de las asambleas públicas para no interrumpir las funciones de teatro, consintió que los senadores gozaran de mayores comodidades a la hora se asistir a las deliberaciones oficiales y autorizó para que los ciudadanos eligieran la religión que más les parecía conveniente. En el magno festejo del nuevo emperador se sacrificaron más de ciento sesenta mil animales y se repartieron generosas cantidades de dinero al pueblo y al ejército (Dion Casio, 2011, p. 504).

En el año 38 Calígula cayó gravemente enfermo, no recuperándose del todo. Esta enfermedad le dejó secuelas mentales que lo condujeron a un comportamiento criminal que afectó al Imperio y a sus pobladores a través de la utilización de la violencia indiscriminada. Entre las medidas que tomó posteriormente a su padecimiento, que creía había sido provocado por una conspiración, fue asesinar a todos los que habían prometido su vida a los dioses si el emperador se recuperaba y obligó a suicidarse a aquellos que se exiliaron ante la inminencia de su muerte, entre ellos su madre y su esposa (Dion Casio, 2011, p. 502). Tal vez la acción más descabellada de Calígula fue la pretensión de que lo adoraran como un dios comenzando a realizar sus apariciones públicas vestido como una divinidad, ordenando traer las estatuas de los dioses olímpicos de Grecia para retirarles su cabeza y ponerles la propia, refiriéndose a sí mismo como un dios cuando comparecía ante los senadores, ostentando el nombre de Júpiter, erigiéndose tres templos a sí mismo: dos en Roma y uno en Mileto, en la provincia de Asia (Suetonio, s.f./1992ª, p. 29).

Tras la muerte de Calígula, Tiberio Claudio (41 d. C. – 54 d. C.) de la dinastía Julio-Claudia gobernó al Imperio, siendo obligado a aceptar el cargo del emperador por presiones de las legiones que se negaban a retornar a las condiciones de la República en donde los ejércitos romanos se encontraban subordinados al Senado (Flavio Josefo, 1997, p. 1123). Una de las acciones más decididas de Claudio como emperador romano fue el ataque a las formas de vida y tradiciones judías, pueblo que en este momento histórico estaba comprometido en dar a conocer entre los gentiles las formas de vida regidas por las leyes y las obras de Yahvé, no con el objetivo de que éstos se convirtieran o integraran a la comunidad judía, sino con la finalidad de que el nombre de su dios fuera distinguido y acreditado entre los romanos, aumentando junto con su prestigio la reputación de sus creyentes (Flavio Josefo, 1997, p. 1125). Durante este contexto se comenzaron a desarrollar pequeñas comunidades de judíos helenistas, siendo la población religiosa que posteriormente acogería con más apertura las propuestas cristianas (Rodríguez Carmona, 2001, p. 124). Claudio, ante la difusión de las formas de vida y las creencias judías que desafiaban los postulados éticos romanos y se resistían a la liberalización de los placeres como sustento del poder imperial, expulsó a algunos de ellos de Roma, pero el número era mucho mayor al de los tiempos de Tiberio y su expulsión se dificultaba ante los disturbios que éstos pudieran provocar (Dion Casio, 2011, p. 555).

La insignificancia política de Claudio como emperador puede ubicarse en su propia muerte. Tan pronto como su cuarta esposa, Agripina, se enteró de que Británico, hijo de su tercer matrimonio iba ser el heredero del Imperio por encima de su hijo Nerón, envenenó al emperador en el año 54 (Suetonio, s.f./1992b, p. 120). Muy pronto Nerón comenzó a hacer lo necesario para sostenerse en el poder imperial, entregándose a los placeres entre los ciudadanos a través del desembolso de riquezas a las legiones, la cesión de alimentos al pueblo, el permiso para la expansión de tugurios y prostíbulos en la ciudad, la autorización para el saqueo de Partia y Britania por parte de las legiones ante el levantamiento de estas provincias y el desarrollo de un gobierno tiránico centrado en la satisfacción de los deseos personales (Suetonio, s.f./1992b; pp. 121-125).

Nerón (54 d. C. – 68 d. C.) de la dinastía Julio-Claudia se divorció de su esposa Octavia a la que acusó de esterilidad y la desterró, así como a su madre que mandó asesinar porque trató de someterlo. A sus aliados y enemigos en la ciudad asesinó y desterró indistintamente (Suetonio, s.f./1992b, pp. 115-120). El emperador buscó ser amado por su carácter histriónico y, tal anhelo, lo llevó a proponer la eliminación de todos los impuestos para los pobres, pero fue contenido por sus consejeros, por lo que redujo notablemente los impuestos. El emperador no permitió que las familias ilustres recobraran su autoridad sobre los libertos y alentó el despojo y las humillaciones hacia la población más acaudalada del Imperio a través de la delincuencia común (Cornelio Tácito, 1979, p. 123). Tal vez sus acciones más distinguidas por su afición teatral fueron los juegos Juvenales, Máximos y Neronianos en los que se incitó al dispendio y a la satisfacción de los placeres corporales (Suetonio, s.f./1992b, p. 137).5 La muestra más clara de la decadencia de la ética antigua fue el casamiento del emperador con Pitágoras, el liberto con quien el emperador contrajo nupcias a través de un culto mistérico y por el cual el rey modificó la ley (Champlin, 2006, p. 202).

Una de las ramas del judaísmo que desde años atrás se había distanciado de los patriarcas de Jerusalén tomó relevancia en Roma durante el mandato de Nerón debido al gran incendio que asoló a la ciudad por seis días en el año 64 (Pitillas Salañer, 2008, pp. 287-302). Los cristianos, seguidores del profeta judío Jesús de Nazaret y de sus enseñanzas terrenales que estaban enfocadas en la constricción de las pasiones y en el seguimiento a las leyes judaicas, fueron acusados y perseguidos por Nerón, culpándolos de ser los causantes del incendio debido al supuesto odio que aquellos sentían por las formas de vida romana que desde su parecer eran contrarias a las órdenes del profeta de Nazaret. Los creyentes de Cristo fueron acosados tenazmente por el poder imperial, incluso Eusebio de Cesárea afirmó que Pablo de Tarso fue detenido y condenado a muerte durante esta persecución (Eusebio, 2009, p. 194).

El cristianismo se mostraba como una religión pacifista a los ojos de los romanos, que se centraba en adorar a su dios en hacer proselitismo entre las mujeres, los esclavos y las clases más bajas del Imperio y en aceptar su suerte como mártires al ser condenados por las autoridades imperiales. Esta vertiente del judaísmo atrajo a parte de los judíos helenizados que, conocedores de sus tradiciones, fueron el puente que vinculó la filosofía clásica con las enseñanzas del Mesías. Los cristianos también se vieron favorecidos por las pocas pretensiones políticas que mostraron en un inicio. A diferencia de otros cultos místicos6 (Santini, 2011, p. 93), los cristianos no buscaron restaurar un reino o gobernar un territorio, sino que se reconocían en el mundo terrenal como en un periodo de transición que les serviría para someterse a los desafíos de la existencia celestial a su muerte cuando serían calificados y, de acuerdo a sus merecimientos, entrarían en el reino divino.

El crecimiento del cristianismo llegó al grado de rivalizar con los cultos públicos romanos. Esto se puede observar durante el gobierno del emperador-filósofo Marco Aurelio (121 d. C. – 180 d. C.) de la dinastía Antonina, quien a pesar de ser un seguidor del estoicismo,7 mesurado en la toma de decisiones en lo referente a la guerra o en sus relaciones con el Senado, no lograría refrenar sus pasiones en contra de los cristianos. El emperador los consideraba una secta de fanáticos por la muerte, no porque la extinción alumbrara su conocimiento o fuera la muestra del desprecio sobre las pasiones corporales, sino porque la consideraban como parte de un martirio ofrendado a su Dios (García Gual, 1997, p. 20), algo incomprensible para un filósofo estoico encaminado por la razón.

El cristianismo se hizo gradualmente más importante en Roma debido a que para entonces se había alimentado de la permisibilidad de los anteriores emperadores, consintiendo su expansión junto con el mensaje salvador entre las clases más bajas de la población. Este culto vio beneficiado por la persecución a los judíos, quienes habían conquistado la animadversión de los romanos derivado de sus revueltas. Por ello es que muchos temerosos de Dios o judíos helenizados se decantaron por el cristianismo para evitar la represión de sus formas tradicionales de vida (Asimov, 1981, p. 183). El crecimiento constante de esta secta oriental también puede imputarse a los constantes conflictos que se desarrollaban en el Imperio y a las claras muestras de degeneración pública y privada que hacían palmario el fin de los tiempos y la llegada del ungido para la salvación de los justos (Santos Yanguas, 1999, p. 117). El cristianismo se favoreció de la opresión estatal, la incertidumbre de un futuro próspero ante la decadencia de los cultos públicos y la desesperanza de una sociedad que veía truncada sus expectativas de vida terrenal, utilizando como escaparate las posibilidades de una existencia ultraterrena. La crisis de los postulados ético religiosos del mundo grecolatino, le abrió las puertas a la inmersión del cristianismo como una nueva religión para el imperio, que a la postre se traduciría como un nuevo gobierno para los hombres.

El sincretismo de la vida virtuosa estoica a la vida virtuosa cristiana

El cristianismo tiene sus orígenes en la vida religiosa de la provincia de Judea, la cual se encontraba convulsionada por la dominación romana y la búsqueda entre algunos fervientes judíos de la restauración del Reino de David y de Saúl, es decir, de un reino eminentemente hebreo que condujera la existencia de los hombres hacia la salvación mediante las leyes entregadas por Yahveh a Moisés. El pueblo elegido anhelaba con desespero el suceso milagroso que los retornara al poder político del cual habían sido despojados desde el cautiverio de Babilonia,8 por ello apelaban al Mesías que restauraría la grandeza de su reino. Dentro de este contexto de efervescencia religiosa y política fue que se desenvolvieron las enseñanzas de Jesús de Nazaret como profeta de Yahveh en la región de Galilea, que estaba alejada de los grandes centros de enseñanza judía que se encontraban en Jerusalén, Alejandría y Babilonia. Por ello, la prédica de Jesús más que estar engarzada en la lucha por restaurar al reino de Israel propio del centro político-religioso, estaba dirigida según las escrituras de sus seguidores al examen de la conciencia, al arrepentimiento de las malas acciones contrarias a las enseñanzas de Dios, al amor al prójimo y a la confianza en Yahveh y en su retorno para la salvación de los justos. Es comprensible que su mensaje no encontrara eco entre la mayoría de los judíos que, buscando hegemonía política y religiosa, hallaran en el mensaje de Jesús de Nazaret humildad y arrepentimiento.

El profeta nazareno hablaba en sus prédicas de la restauración de una determinada actitud moral cimentada en la justicia, la paz, la resignación y la paciencia, no así en la rebelión del pueblo elegido para la dominación de las naciones. Por ello es que los sabios del Templo de Jerusalén consideraron a Jesús como un encantador pretencioso, quien sin haber concurrido a las escuelas religiosas intentaba hablar como profeta de Yahveh. El mensaje de Jesús además tendía a cuestionar el poder de los patriarcas judíos en la recopilación de los impuestos, en la gestión del crédito, en su posición frente a la dominación extranjera y en la actitud moral que propagaban, exponiendo así a la aristocracia saducea9 y a los sacerdotes del Templo de Jerusalén al escrutinio público. Estas figuras de autoridad no dudarían en acabar con el profeta galileo cuando se les presentó la oportunidad, siendo condenado Jesús de Nazaret por las autoridades judías y romanas por delitos religiosos y políticos al declararse el “rey de los judíos” (Reina Valera, s.f./2009, p. 1670).

A su muerte, el nazareno no había fundado nada, ni había dejado leyes o enseñanzas escritas de su proceder. Lo único que había dejado Jesús era un grupo muy reducido de seguidores que estaban persuadidos de la sacralidad del profeta. Ellos se convencieron de que al tercer día de su muerte presenciaron su resurrección, quien en una existencia espiritual se les presentó encomendándoles la propagación de sus enseñanzas entre todas las naciones (Reina Valera, s.f./2009, p. 1537). Estos discípulos consideraban a Jesús como un hombre inspirado por Dios, creyéndolo el Mesías enviado por Yahveh para la salvación de los judíos, por ello a la vez que creían en su divinidad mantuvieron su compromiso con la religión judía. Los primeros apóstoles cristianos conformaron una secta más del judaísmo como lo eran los mandeistas, que consideraban a Juan el Bautista el verdadero Mesías, los esenios que alababan a Sadoq quien fuera el primer sumo sacerdote de Israel, entre otras sectas más establecidas en el siglo I en Judea.

Los apóstoles cristianos como Simón, hijo de Jonás, o Juan, hijo de Zebedeo, obtuvieron mayor acogimiento entre los judíos en la diáspora,10 quienes llegaban a Jerusalén en peregrinación y estaban dispuestos a escuchar y a debatir las prédicas del puñado de seguidores de Jesús que los abordaban a fuera de las sinagogas (Reina Valera, s.f./2009, p. 1717). Los judíos helenizados pronto se acercaron a las enseñanzas de los apóstoles, lo mismo que algunos gentiles. Los seguidores de Jesús, a diferencia de la mayoría de los judíos, no manifestaban su mesianismo a través de un nacionalismo constreñido al pueblo elegido, así como tampoco recurrieron directamente a los escritos de los profetas para abordar la autoridad de Yahveh, sino que utilizaron las obras y los “milagros” del profeta galileo para mostrar su divinidad, reconociéndose en el mensaje profético propagado por Jesús (Reina Valera, s.f./2009, p. 1718).

En los primeros años de la difusión de las enseñanzas de Jesús en las ciudades griegas se originó el principal elemento para su universalización en el Imperio romano. La conversión al cristianismo de Saulo de Tarso, mejor conocido como San Pablo, permitió que el mensaje salvador del profeta galileo se expandiera por Occidente. Pablo pasó de ser un perseguidor de las tribus evangelizadoras del apóstol Esteban al principal propagandista de las enseñanzas de Jesús entre los griegos y los romanos, utilizando el lenguaje adecuado para que las enseñanzas del profeta fueran conocidas, debatidas y asimiladas en las provincias del Imperio. De origen fariseo,11 seguidor de las leyes de Yahveh, entendido en la filosofía griega y ciudadano del Imperio romano, Pablo de Tarso le imprimió al cristianismo las bases para su expansión. Él tuvo la capacidad para retomar las enseñanzas proféticas de Jesús de Nazaret que estaban estrechamente vinculadas a la religión judía y a los valores morales de ésta, como la obediencia, la humildad y el arrepentimiento, con los términos de las doctrinas filosóficas que les habían dado cuerpo a las interpretaciones sobre el mundo en las comunidades grecolatinas. San Pablo fue el principal elemento para convertir de la vida y de las enseñanzas de Jesús en una religión diferenciada del judaísmo de las que los primeros apóstoles no pretendieron separarse.

Dentro de estas circunstancias es que se comienzan a entrever los lazos del Mesías imbuido en la lógica judía con el contexto social y filosófico de las provincias romanas, que se entremezclaron con las interpretaciones desarrolladas por Pablo de Tarso para la formación de los presupuestos del cristianismo. Es válido señalar que el apóstol, más que certificar la observancia de las tradiciones y los rituales judíos, tuvo en mente la decadencia causada por la expansión de las pasiones en Roma, por la búsqueda de satisfacer las necesidades a través de la detentación del poder político y por los conflictos constantes que esto representaba. El discípulo cristiano concentró sus esfuerzos en desarrollar nuevas liturgias condensadas en la purificación de las conductas para la salvación de las almas, en la catarsis individual para la autocontención de las exaltaciones y en un ejercicio de la voluntad para soportar el dolor de la existencia terrenal, elementos análogos a la filosofía estoica que era sumamente crítica al estado de cosas en las provincias romanas.

El acercamiento de Pablo de Tarso a la filosofía estoica no es simplemente un presupuesto. En la carta de los Hechos se resume la visita del apóstol a Atenas, región que para entonces era una provincia romana, en donde deliberó con los filósofos estoicos y epicúreos en el Areópago la llegada del hijo de Dios y su trascendencia para los hombres (Reina Valera, s.f./2009, 1718). La resurrección de Jesús es una premisa contraria a la concepción estoica sobre la naturaleza humana; sin embargo, esta proposición no rompe con el resto de las concepciones doctrinarias que unen al cristianismo y a al estoicismo, tales como el Lógos, que es considerado como el principio de la razón que gobierna sobre el mundo, o la idea de libertad que para ambos está determinada por una entidad superior, no pudiendo consistir más que en la aceptación del destino personal.

La vinculación entre el estoicismo y el cristianismo puede entenderse de mejor manera si se analizan los postulados principales de la filosofía estoica que tiene sus orígenes en el helenismo. Los estoicos fueron influenciados por Heráclito12 (540-480 a. C.) al declararse abiertamente como empirista, ya que afirmaban que todos los elementos del orbe son manifestaciones de una única e idéntica sustancia originaria (ápeiron-ἄπειρον) que es lo indeterminado y que compone a toda la materialidad del mundo y del universo. La misma es regida a su vez por una ley (lógos-λóγος) que gobierna sobre el devenir del cosmos, sobre el curso de la naturaleza y sobre la acción humana. De modo que el todo es derivación de una sustancia originaria, producto del fuego divino que es regido por la razón, considerando a ésta como el último fundamento de la existencia (Calcidio, 2014, pp. 290-292). La existencia de los hombres es creada por lo ápeiron, es regida por el lógos y es intervenida y penetrada por el pneuma (πνεῦμα) o aliento de vida, el cual anima y contiene los modelos germinales de la existencia del universo (Censorino, 2007, p. 244). En consecuencia, para los estoicos, Dios (ápeiron, lógos, pneuma) (Diógenes Laercio, s.f./2007, p. 448) “es el alma, la mente y la razón del mundo, la providencia, el destino, la naturaleza, la ley universal, etc.; todas estas ideas denotan el mismo objeto desde distintos aspectos” (Zeller, 2017, p. 222).

La comprensión del individuo y del universo a través de un inalterable vínculo de causas y efectos determinantes para la creación del mundo, como para la voluntad de los sujetos, es perfectamente conveniente para una comprensión panteísta, en la cual la naturaleza, la creación y la razón que mueven al cosmos se asemeja con una deidad monoteísta que los primeros estoicos identificaron con Zeus (Orígenes, 1967, p. 348). No obstante, el hombre es el único ser viviente que está capacitado para seguir y conocer las leyes universales debido a que su existencia contiene partes de la divinidad, como el fuego sagrado que los hace vivir de acuerdo a su naturaleza, es decir, según a la razón (Clemente de Alejandría, 1996, p. 487).

Para los estoicos todos los sujetos animados como las plantas, los animales y los seres humanos tienen desde su nacimiento una autoconciencia propia que se reconoce a través de su vínculo con la materialidad que lo conforma, por ello buscan preservar su naturaleza biológica como primer instinto de supervivencia (Zeller, 2017, p. 223). Dentro de esta materialidad que conforman a todos los seres vivos se encuentran la corporalidad (ápeiron) y el alma (psychê), los cuales los determinan (Tertuliano, s.f./2001ª, pp. 3-6). Para el caso de los hombres, su alma contiene parte de la materialidad que conforma y guía al universo, es decir, del aliento de vida (pneuma) como el más puro de los materiales, que descendió del éter13 para instaurarse en el cuerpo de los seres humanos desde su creación, nutriéndolos de esta mezcla de fuego y de aire a través de la sangre hasta llegar al corazón desde donde es esparcido a todos los órganos del cuerpo (Diógenes Laercio, s.f./2007, p. 159). La corporalidad es fundamental para reconocer la superioridad de los hombres sobre el resto de los seres vivos, ya que ahí se aloja la materialidad etérea que lo fortalece y que a su vez lo conduce por las actividades más virtuosas del alma, guiándose por su voluntad en la medida de lo posible para lograr una vida que dignifique el fuego sagrado que éste contiene (Cicerón, 1993, pp. 190-191). A la muerte de los hombres, los átomos que construyen su materialidad (ápeiron-pneuma) se desprenden y se integran con la materialidad originaria (Ario Dídimo, 1995, p. 14).

La ética estoica encuentra virtuoso todo aquello que es racional y vicioso cualquiera cosa que es irracional, y tal vez no haya nada más prudente para los hombres que buscar la felicidad, lo contrario a ésta es la desgracia, por lo que no hay ser sensato que lo busque. Más allá de estos dos grandes fines, hay varios otros elementos que se muestran indiferentes, es decir, que ni son útiles para la felicidad ni perjudican el alma; entre ellos se encuentran la salud, la belleza, la fuerza, la riqueza, la buena reputación, el origen noble y lo contrario de estos valores. Éstos son indiferentes porque no es ni bueno ni malo servirse de ellos y, si algunos son enaltecidos y otras son rebajados, ninguno conduce a la felicidad verdadera de acuerdo a la razón (Cicerón, 1987, p. 207). En consecuencia, la ética estoica conducida por la racionalidad se mostrará virtuosa cuando las acciones de los hombres se guíen hacia la satisfacción verdadera, la cual puede contener o no placeres corporales o materiales, pero reconociendo su finitud como medios a un objetivo superior que es la felicidad.

De manera disonante a estos ánimos racionales que conllevan a la felicidad, están los impulsos irracionales que conducen a los individuos hacia la desgracia, los cuales están promovidos por los placeres efímeros y las pasiones incontroladas que se anteponen a la razón. Para los estoicos estas pasiones no deberán de ser moderadas, sino que tendrán que ser desterradas, erradicando estas conductas irracionales del comportamiento humano que sólo conducen a su desgracia (Clemente de Alejandría, 1996, p. 460). Los estoicos intentarán alcanzar la apátheia (ἀπάθεια),14 como un estado emocional en donde los individuos estén libres de las alteraciones sensitivas de las pasiones o los dolores, constituyendo una respuesta racional a los sobresaltos del mundo en torno a sus necesidades.

Para alcanzar este estadio será necesario primero poseer una noción clara de lo que es justo e injusto, puesto que el aspirar al bien y a la felicidad requiere de un conocimiento de su entorno, al contrario del vicio que es reafirmado por la ignorancia. La apátheia no derivará del aislamiento del individuo, en contraste, el hombre necesitará del conocimiento del medio para formar un juicio acertado, teniendo siempre presente la temperancia y la justicia a través de la meditación y la sabiduría (Zeller, 2017, pp. 226-227). Los estoicos consentirán con entereza y serenidad su destino, con imperturbabilidad espiritual (ataraxia-ἀταραξία)15 aceptarán los designios de Dios y de las leyes universales que regirán sobre el cosmos y los hombres, actuando prudentemente en torno a lo público y a lo privado, limitando cualquier emoción de placer o de dolor, buscando en el conocimiento los medios para normar su existencia a través de la razón universal (Teodoreto de Ciro, 1996, p. 14).

Los postulados generales del estoicismo que en Roma se expresaron en el pensamiento de Cicerón (106 a. C.- 43 a. C.), Séneca (4 a. C.- 65 d. C.) y Epicteto (55 d. C. – 135 d. C.), influyeron en la comprensión de Pablo de Tarso. En la exégesis del apóstol cristiano se puede entrever la aceptación de un destino inmutable, que el propio Mesías como hijo de Dios conocía y sabía que era imperturbable, por ello aceptó su muerte y la utilizó para la salvación de sus fieles. Lo mismo sucede con la purificación del alma, que en la muerte de Jesús se expía. Él muere para sanear los pecados de los hombres, que son causa de las pasiones que han doblegado a los individuos. El acercamiento de las enseñanzas del hijo de Dios solo se reconocerá mediante el conocimiento de las leyes inmutables que gobiernan sobre todos los sujetos. Estos se expresarán en los misterios religiosos y en las liturgias sagradas organizadas por los apóstoles, sacerdotes, sabios y primeros escritores cristianos que esparcieron esta comprensión entre los hombres. Así mismo, el cristianismo acogió como uno de sus principales postulados la igualdad de todos los seres humanos, dado que todos hacen parte de la divinidad que se introdujo en la propia naturaleza humana y no sólo en una nación determinada.

La sinergia entre el estoicismo y el cristianismo derivado de la interpretación de Pablo de Tarso interviene en múltiples aspectos de la fe cristiana, dentro de los que podemos enumerar los siguientes: la razón que gobierna sobre todo el universo, que es similar a la voluntad divina que dirige al mundo y a los hombres; la renovación periódica del mundo; la idea del alma como elemento divino de la naturaleza humana que es propia de los hombres resguardar para su conservación en el que a su muerte se desprende para reagruparse con la divinidad; la naturaleza inalterable de los hombres en el que su objetivo es dejarse guiar por los presumibles componentes que lo constituyen (razón o alma); la aceptación en un destino regido por fuerzas que lo sobrepasan y en el que la voluntad está constreñida a estos preceptos superiores y; finalmente, la erradicación de los placeres efímeros y de las pasiones incontroladas que destruyen al hombre y lo condenan a la irrelevancia, impresiones que tienen que ser sustituidas por la impavidez de las emociones terrenales, tanto en el goce como en el dolor.

Tanto para el estoicismo como para el cristianismo, la existencia orgánica de los sujetos servirá de puente para alcanzar una existencia superior. La diferencia reside en cómo concibieron la contención de las pasiones. Para los estoicos, la supresión de los impulsos excesivos estaba acorde a la naturaleza humana (Epicteto, 1993, p. 67), puesto que la razón, que es la parte dirigente del hombre, influirá en los individuos para que éstos se alejen de los impulsos irracionales que los distancian de la felicidad (Plutarco, 1995, p. 40). En cambio, para el cristianismo, la supresión de las pasiones solo se logrará en el acercamiento a las enseñanzas divinas. El individuo conformado por un elemento de sacralidad en el alma tenderá hacia la eliminación de los placeres y de los dolores, en tanto sean guiados por la parte elevada de su existencia. Para el cristianismo, la intermediación del conocimiento verdadero a través de los clérigos y de las liturgias sagradas será el medio para la erradicación de los placeres y de las pasiones incontroladas. Será a través de estos sabios en las leyes de Dios que se gestionará la conducta de los hombres y se dirigirá su pensamiento para liberarse de aquello que los ata a su existencia finita. La contención de las pasiones y el engrandecimiento del espíritu sólo se franqueará mediante la revelación de las enseñanzas divinas, las cuales, operadas por las instituciones y los representantes de la fe de Cristo, instituirán el vínculo para la salvación eterna de los seres humanos.

Transformación: del gobierno sobre la vida virtuosa al gobierno sobre la vida biológica

La existencia orgánica como creación del ser omnipotente, contenedor de una parte de esta divinidad en el alma y elemento fundamental para la salvación de los hombres, permitirá que la vida biológica se convierta en algo sagrado para el cristianismo, algo que es necesario mantener y resguardar por las instituciones religiosas en tanto manifestación de la grandeza y superioridad de la deidad (Reina Valera, 2009, p. 1815). Para las instituciones eclesiásticas, el gestionar y conducir las pasiones se vuelve fundamental para alcanzar el estadio superior de la vida verdadera en el Reino de los cielos en donde se desarrollará la existencia virtuosa. La vida orgánica se traducirá en una presencia en constante perfeccionamiento para su consagración, ya que a pesar de que lo realmente valioso se encuentra en la fe, en la creencia y en el diálogo permanente del individuo con Dios en el plano de la conciencia, estos elementos existirán sólo a través de la condición sine qua non de la vida biológica y de su constante pulcritud mediante las normas y las liturgias inspiradas por el creador entre los hombres.

La importancia de la vida biológica para el cristianismo evidentemente partirá de los lazos con el judaísmo y con el Viejo Testamento, en donde Dios formó al hombre a su imagen y semejanza: “y en sus manos está la vida de todo ser viviente y el aliento de todo hombre” (Reina Valera, 2009, p. 843), dándole un valor singular a la corporalidad a diferencia del resto de las religiones antiguas que preferían la preservación de la ciudad, de los sacerdocios y de cualquier elemento de comunidad a través de la búsqueda de la virtud, antes que de la propia existencia orgánica de los individuos. Por ello, la sacralización de la vida, la purificación de la entidad biológica, el ascetismo e incluso el monismo16 pueden rastrearse en el estoicismo a través del elemento divino en la naturaleza de los hombres, en la búsqueda de la imperturbabilidad del espíritu y en la aceptación del destino como inmutable. De estas aguas abrevó el cristianismo para constituir la vida biológica como un instrumento de poder que, además de ser gestionado por las leyes religiosas como lo proponía el judaísmo, desarrolló elementos de autogestión mediante la contención de las pasiones, la represión de los placeres y el desdén por los goces y los dolores mundanos, hasta lograr un estadio en donde se consagre la vida a Dios, no sólo en sus leyes sino también en sus obras. La conducta y el pensamiento de los hombres quedarán atados a los postulados divinos formulados por el cristianismo y por los representantes del Creador en la tierra.

El gobierno de los sujetos a través de la gestión del bíos que realizará el cristianismo primitivo se exhibirá en el Nuevo Testamento. Los elementos de la existencia orgánica se dilucidarán como una realidad frágil y transitoria que necesita ser cuidada para su conservación y su posterior instrucción por parte de Dios. Por ello, “[…] tenemos este tesoro en vasos de barro, para que la excelencia del poder sea de Dios, y no de nosotros […]” (Reina Valera, 2009, p. 1812). La vida biológica, quebrantable como cualquier objeto de barro, no les pertenece a los hombres sino a Dios, siendo él el que la comandará, pues los hombres tienen “dentro de sí la vida de Dios, que cuidarán y desarrollarán al máximo” (Reina Valera, 2009, p. 1612). Pero esta existencia, propiedad de Dios, puede verse afectada por los placeres y los deleites sensuales de la existencia terrenal, ahogando los elementos divinos que contienen por las características corruptoras del mundo material y placentero (Reina Valera, 2009, p. 1625). La existencia orgánica puede verse afectada por la vanagloria, la soberbia, la jactancia, la fanfarronería, la arrogancia, la altivez y cosas similares, sentenciando la vida de los hombres a una existencia eminentemente animal, desprendiéndose del principio celestial que lo caracteriza (Reina Valera, 2009, p. 1638). El ser humano como administrador de la vida orgánica puede modificar su comportamiento, transformando éste centrado en los placeres y las pasiones para acercarlo a los postulados de Dios.

El valor y la sacralidad de la vida biológica se expresará en el seguimiento de las normas y de los postulados divinos para su gestión por parte de los clérigos religiosos: “Tu gracia vale más que la vida” (Reina Valera, 2009, pp. 945- 1812) dicen las escrituras, pues Dios vino al mundo y se convirtió en carne, para liberar “a quienes por miedo a la muerte vivían como esclavos” (Reina Valera, 2009, p. 1914) de sus pasiones, buscando acercarlos a las enseñanzas y las leyes “inmaculadas”: “Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia” (Reina Valera, 2009, p. 1693), señala Juan en sus versículos. Consecuentemente, la vida biológica que tiende a la satisfacción de las necesidades puede ser salvada en tanto es conducida por las instituciones cristianas, las cuales restringirán estos impulsos sólo a los necesarios para el enaltecimiento a Dios.

Esta interpretación de la sacralidad de la vida biológica concuerda con los presupuestos desarrollados por los principales pensadores del cristianismo primitivo, como San Justiniano Mártir (100-165), quien a pesar de proceder de una familia pagana de origen griego y de haber estudiado la filosofía clásica, abrazó al cristianismo como la doctrina verdadera. En su obra Apologías (150-155/1990), San Justiniano abordó el comportamiento devoto de los cristianos que contrastaba con los vicios que proliferaban entre los gentiles (San Justiniano, 150-155/1990, pp. 2-3). Los paganos condenaban a los cristianos por su modo de vida regido por la razón entregada por Dios a los hombres, que les permitía discernir entre lo justo y lo injusto, lo verdadero de lo falso, siguiendo las enseñanzas cristianas como las únicas verdaderas, las cuales tutelaban la conducta por las leyes divinas que los conducían a una existencia alejada de los excesos. Ante el acoso de los paganos, los cristianos no dudarían en entregar su vida biológica como artificio para su salvación eterna; manteniendo su credo preferirían la muerte antes que adjurar de Dios (San Justiniano, 150-155/1990, pp. 3-5). La existencia orgánica y su purificación a través de un régimen apegado a las normas cristianas fueron el medio para su redención, como el propio Justiniano lo hizo en el año 165, cuando fue martirizado y falleció en Roma.

Lo mismo puede abordarse en los textos de Tertuliano (160-220), pensador y escritor cristiano del siglo II, quien defendió a los fieles de Jesús de las acusaciones por parte de los representantes del Imperio de ser asesinos, incestuosos y lascivos, señalando que la verdadera persecución estaba en torno al nombre y a la idea de Jesús, quien purificó el alma y la conducta de los hombres convirtiéndolos en personas de bien, que en vez de ser celebrados por la comunidad, fueron desechados por apartarse de los vicios paganos contrarios a las virtudes antiguas en las que se refrenaban estos placeres por las familias gentilicias (Tertuliano, s.f./2001b, pp. 72-73).

La existencia biológica purificada en Jesús no sólo será normada por las leyes y la moral cristiana, sino que también será protegida por sus instituciones. Desde la fecundación esta vida tendrá que cuidarse y sostenerse en tanto expresión de la divinidad de Dios (Teja, 1990, p. 88). La existencia orgánica será el medio para la salvación del alma ya que, aunque ésta no se establecerá como la manifestación predominante de la omnipotencia del creador, será utilizada para asegurar la vida eterna en donde se instalará la virtud de los hombres. Del gobierno de la vida virtuosa que enaltecía a la ciudad romana, se traspasó al gobierno sobre la vida biológica que permitió a la curia cristiana gobernar sobre los individuos por un poco más de diez siglos.

Conclusiones

La decadencia de las virtudes antiguas, a las que se antepusieron las pasiones y los placeres en la esfera pública, dio como resultado la caída de la República romana. La búsqueda de riquezas, de honores y satisfactores enfrentó a la ciudad y determinó que las legiones y sus generales gobernaran el poder político por encima de las familias tradicionales y de los patriarcas. Tal situación concluyó con Augusto como prínceps e imperator de los ejércitos en donde el Senado y las magistraturas sólo aparecieron como decoraciones al poder del general romano, que para asegurar su predominio concedió riquezas, alimentos y honores a la población romana, satisfizo sus necesidades e intereses, enterrando con ello cualquier emblema de existencia cualificada.

Durante el Imperio, la entrega de bienes por parte del emperador fue una práctica constante, otorgándole a las legiones y al populus alimentos, riquezas y espectáculos con el propósito de solventar su autoridad. Pero más aún, el soberano liberalizó los componentes de la vida biológica para expresarlos en la esfera pública. La existencia orgánica que había sido resguardada por las gentes y por la potestad de los patriarcas como los deseos, las ambiciones, las necesidades y los intereses, el soberano los exoneró de su administración por parte de las instituciones imperiales ante la caída de las gentes y permitió que se expresaran sin embalajes en el espacio público, buscando ahí su satisfacción. Por ello se aceptaron múltiples conductas sexuales, se desreguló el pillaje en las provincias, se consintió la práctica de religiones diferentes a las de la ciudad, se permitió la lucha despiadada por el poder político y se accedió a las ambiciones desbordadas de los grandes terratenientes, comerciantes, esclavistas y generales, siendo ésta la simiente para la caída del Imperio romano occidental siglos más tarde.

Esta crisis ético-religiosa conllevó a la introducción de las religiones místicas orientales, que como el judaísmo y el cristianismo tuvieron como objetivo normar el comportamiento y la conciencia de los sujetos. El judaísmo reguló las pasiones y las ambiciones de sus seguidores a través de las leyes mosaicas, pero la dificultad de acceder al pueblo elegido permitió que el cristianismo, como derivación de la religión de Abraham, pudiera acercarse a los judíos helenizados y a los gentiles para hacerlos parte de su tradición, en el que resaltaba el misterio de la resurrección del hijo de Dios hecho carne.

Esta propuesta teológica fue utilizada particularmente por Pablo de Tarso, quien consideró que en la apropiación del cuerpo humano por Cristo se escondía un trasfondo para purificar a los individuos de sus pecados y conducirlos a la salvación prometida. En concordancia con las proposiciones filosóficas del estoicismo en las que la virtud se lograba a través de la imperturbabilidad del espíritu mediante la retracción de los placeres y los dolores, Pablo concibió que la purificación y salvación se lograría en la constricción de los elementos de la existencia biológica que corrompían el alma y desafiaban las leyes de Dios. Para lograr la salvación es necesario desprenderse de las pasiones que conducen al vicio y a la perdición. Es propio que la existencia humana sea manipulada por las normas divinas, por los misterios religiosos y por los prelados cristianos, quienes mediante las Escrituras permitirán que los individuos alcancen la vida eterna.

La administración de la existencia orgánica por los cánones religiosos es lo que se consideró como la sacralización de la vida orgánica. La corporalidad, la conciencia y la comunidad estarán mediadas por las leyes, liturgias y sacerdocios religiosos buscando un objetivo supraterrenal para tratar a esta materialidad como parte de la divinidad de Dios. La iglesia y sus instituciones gestionarán todos los aspectos de la vida biológica desde la esfera privada, como la reproducción, el trabajo, la salud, los placeres, las ambiciones, los intereses, las pasiones, entre otros, los cuales estarán terciados por los clérigos religiosos y sus liturgias a través de una supervisión y disciplinarización perenne del comportamiento y de la conciencia de los individuos para preservar esta existencia en tanto es obra y regalo de la divinidad. De la crisis ético-religiosa del imperio romano, surgieron los elementos para la concreción del dogma cristiano y el gobierno sobre la actuación y la conciencia de los hombres durante la mayor parte del Medievo.

Notas

  1. La capacidad para vivir bien y alcanzar una vida virtuosa convirtiéndose en un animal político se logra sólo a partir de la existencia categorizada a través del vocablo zoé (Ζωή) como una existencia superior en tanto engrandecimiento de la vida de los hombres. Esto no quiere decir que la virtud sea una condición de vida generalizada, sino por el contrario, es una condición de vida restringida a solo aquellos que desarrollan por medio del lógos las cualidades que los conducen hacia la libertad, es decir, hacia una existencia en la que se desarrolla la posibilidad de superarse a través de la razón, la palabra y la acción. La vida virtuosa se traduce como una potencia de los hombres, por lo que es a través de esta distinción que se legitima la condición de hombre libre y hombre esclavo, ya que es libre aquel que se ha despojado de las necesidades, pasiones e intereses que lo atan a su materialidad y que le evitan desarrollar su razón, en cambio es esclavo aquel que se encuentra maniatado a su existencia orgánica, más cercano a una condición de animal doméstico que a la de un hombre libre, pues regido por sus apetitos y placeres se deja guiar por sus instintos antes que por su razón, de la cual solo participa para percibir el mundo a su alrededor.
  2. La transformación de la República al Imperio (27 a. C.) conllevó a que se aceptaran ciertas prácticas en el ejercicio del poder político de la ciudad que antes no se desarrollaban. Los generales de las legiones eran los que tenían el dominio y la lealtad de los soldados. La mayoría de las veces esta lealtad estaba vinculada en quien pudiera pagar sus salarios, siendo estos los que tenían el verdadero poder dentro de la ciudad. A partir de la preeminencia de la violencia y de la obtención de las riquezas en las campañas militares es que los generales pudieron dominar por encima de cualquier otra magistratura. Las atribuciones del Senado que fueron sumamente menguadas al final de la República, ahora se disminuían flagrantemente, ya que no podían proponer lo que se iba a debatir en las asambleas y la mayoría de los senadores eran designados por el emperador. A pesar de que se siguieron las formas antiguas y los rituales religiosos de las familias patricias, éstas no tenían verdadero poder para discutir y decidir sobre los problemas de la ciudad. Las magistraturas del consulado y el tribunado también se conservaron, pero éstas convirtieron en irrelevantes y representativas del poder perdido por el gobierno civil. Si a finales de la República se observó un impulso desbocado por las riquezas y las magistraturas o cargos provinciales a través de la violencia, durante el Imperio este impulso será mayor. Ya no se tendrán que simular las virtudes para justificar su predominio, ni será necesario pasar por los rituales de elección y permanencia de los cargos públicos según las leyes, sino que será la simple y llana fuerza representada por la violencia y la riqueza la que se impondrá sobre el resto para dominar a través de las magistraturas de la ciudad.
  3. Epicuro, nacido en la isla griega de Samos en el año 341 a. C., creo una escuela en Atenas que tuvo éxito hasta su muerte en el año 274 a. C. El éxito de sus enseñanzas partió de la adopción de ciertas teorías antiguas que hablaban de un universo formado por átomos que lo conducían al azar, y de una vida dedicada a la curación del alma a través de la felicidad obtenida por la moderación del goce. Esta existencia decantada por maximizar el placer y sufrir el mínimo de dolor, tenía que moderarse a través de la razón, pues el obtener el mayor de los placeres conllevaría un sufrimiento posterior que no aseguraría un placer perpetuo, ya que sólo se lograría a través del logos, por el cual el hombre podía alcanzar lo que él denominó ataraxia (ἀταραξία), es decir, la disminución de la intensidad de pasiones y los deseos que alteren el equilibrio mental y corporal de los hombres con la finalidad de alcanzar la felicidad terrenal.
  4. Se les llama cultos místicos a estas religiones porque pretendían traspasar cierto conocimiento o fe mediante una experiencia o liturgia misteriosa (mysterium-μυστήρια), es decir, oculta, secreta o reservada, sólo a quienes se hayan iniciado en estos rituales. La experiencia encierra un conocimiento, que quienes los siguen como iniciados creen como verdadero y sólo revelado a ellos, por lo que se muestran como creencias en ceremonias, oficios o textos oscuros que expresan la grandeza de alguna divinidad, que en la mayoría de las veces exige exclusividad de creencia.
  5. El emperador “Dio espectáculos múltiples y de diversos géneros: Juegos Juvenales y circenses, representaciones teatrales y un combate de gladiadores. En los juegos Juvenales dejó participar incluso a ancianos ex cónsules y a matronas de edad avanzada. […] En las representaciones teatrales que dio por la eternidad del Imperio, y que quiso llamar “juegos Máximos” una gran cantidad de personas de los dos órdenes y de ambos sexos desempeñaron papeles cómicos; un conocidísimo caballero romano realizó un número de funambulismo montado en un elefante; se representó una comedia de Afriabo, de asunto romano, titulada El incendio, y se permitió a los actores saquear el ajuar de la case en llamas y quedárselo; se arrojaron también al pueblo a diario donativos de todo tipo: un millar de aves de todas las especies casa día, comestibles diversos, bonos de trigo, ropas, oro, plata, piedras preciosas, perlas, cuadros, cedulas canjeables por esclavos, por bestias de carga e incluso fieras domesticadas, y, en fin, hasta navíos, bloques de pisos y tierras.” (Suetonio, s.f./1992b, p. 137).
  6. El cristianismo se considera un culto mistérico debido a que la salvación del alma del individuo y su entrada al reino de los cielos dependerá de una relación estrictamente individual que vincula al hombre con Dios, convirtiendo a está relación en virtuosa al desarrollar oraciones, meditaciones o razonamientos coincidentes con las leyes divinas, lo que conllevará a un conocimiento más o menos profundo de las liturgias sólo reservadas a sus iniciados que encierran el enigma del reino de los cielos. La corriente sincrética del gnosticismo cristiano declaraba que los salvados por Dios en el fin de los tiempos no serían aquellos que fueran creyentes del cristianismo, así como tampoco de quienes su comportamiento estuviera engarzado en las enseñanzas divinas, sino solamente para aquellos que estuvieran iniciados en el conocimiento divino a través de sus misterios, poniendo por encima de la fe y de la disciplina, la sabiduría de los enigmas divinos. Las élites del gnosticismo se concibieron como testigos especiales en la fe en cristo, con acceso a conocimientos que certificaban su cercanía a Dios y, por lo tanto, a su salvación eterna. Uno de estos conocimientos afirmaba la imposibilidad de que el ungido pudiera asociarse a la materialidad del cuerpo orgánico que estaba coligado a la decadencia. Esta interpretación gnóstica de la fe cristiana ocasionó el desarrollo de dos corrientes; los que consideraban que se tenía que martirizar al cuerpo para contribuir a la liberación del espíritu en donde se encontraba el elemento divino, y los que consideraban que el comportamiento del cuerpo era irrelevante, pues cualquier actitud moral era aceptable ya que el alma no podía ser maculada por la materia, por lo tanto, las ataduras sobre el cuerpo sólo esclavizaban esta realidad transitoria. Finalmente, las distintas perspectivas gnósticas conllevaron a que el obispo Ireneo de Lyon declarara al gnosticismo como herejía en el año 180, situación que fue replicada en los distintos sínodos que trataron el tema.
  7. El estoicismo era una escuela filosófica fundada a principios del siglo III a. C. en Grecia. ​Sus principales pensadores afirmaban que el cosmos operaba según una ley de causa y efecto, por lo tanto, en una estructura racional de la que los hombres no tienen control. De ahí que lo único racional era actuar con dominio sobre los hechos, las cosas y las pasiones que perturban su vida, sirviéndose de la razón para actuar con temperancia. El objetivo del individuo era alcanzar un autocontrol de su conducta y pensamiento hasta lograr la eudaimonía (felicidad) al no dejarse dominar por el deseo, el placer, el miedo o dolor.
  8. Es el nombre que se le da al periodo en el que los habitantes del Reino de Judá estuvieron exiliados en Babilonia después de la toma de Jerusalén por el rey Nabucodonosor II (604 a. C. - 562 a. C), exilio que duró entre cincuenta y sesenta años.
  9. Los saduceos fueron conocidos como los descendientes del sumo sacerdote Sadoq, los cuales tuvieron sus orígenes en el siglo II a. C. Esta secta judía pertenecía a la clase alta de la sociedad de su tiempo, la cual tenía una relación de colaboración con el poder extranjero, por lo que ocuparon importantes cargos públicos y religiosos entre el pueblo de Israel durante la dominación romana. Ellos se volvieron importantes propietarios de la tierra y prestamistas en los templos religiosos. En el siglo I d. C. redujeron su influencia política y religiosa en favor de los fariseos.
  10. La diáspora judía que se refiere este apartado deriva del asedio de Jerusalén en el año 63 a. C., cuando la capital de los hijos de Israel se convirtió en un protectorado de Roma. Esta situación provocó que en el año 6 d. C. hasta el año 66 d. C. se organizara una rebelión contra el Imperio, período conocido como la primera guerra judeo-romana, que culminó con la destrucción del Templo de Jerusalén en el año 70 d. C. y exilio de las élites judías de la tierra prometida.
  11. Los fariseos fueron una escuela de pensamiento judía durante el período del Segundo Templo. Después de la destrucción del Segundo Templo en el año 70 d. C., el movimiento fariseo se convirtió en la base litúrgica del judaísmo rabínico.
  12. Heráclito de Éfeso (540-480 a. C.) fue un filósofo griego presocrático nativo de Éfeso. Se le reconoce particularmente su interpretación del lógos en tanto materia como obra de Dios todo sabio y omnipotente: “Dios es día y noche, invierno y verano, guerra y paz, satisfacción y hambre, toma formas variadas como el fuego, y cuando se mezcla con aromas se le llama según el perfume de cada una de ellas”. La caracterización del lógos como dios refleja el panteísmo del pensamiento griego, que adquiere gran importancia en la filosofía de su época al concebir al mundo a través de un movimiento cíclico en el cual el todo se asemeja a un conjunto de fases alternadas, una suerte de ciclo destructivo y productivo, que implica y explica tanto la violencia como la paz, tanto la vida como la muerte, siendo este un proceso trascendental que más tarde será retomado y desarrollado por el pensamiento estoico.
  13. Para la filosofía clásica Éter es el elemento más puro y más brillante que el aire, y a la vez la región que ocupa este elemento por encima del cielo.
  14. La apátheia se entiende como un estado mental que se logra cuando una persona se libera de la confusión emocional. Esto último puede entenderse como la virtud de encontrar en el punto medio entre el exceso de efusiones y las carencias de pasiones.
  15. La ataraxia puede ser expresada como la disposición de ánimo del individuo en la cual disminuye la intensidad de las pasiones y los deseos que puedan alterar su equilibrio mental. Se entiende como la fortaleza frente a la adversidad, alcanzando dicho equilibrio que conllevará a la felicidad, como el fin de la filosofía estoica.
  16. El monismo es un postulado filosófico que sostienen que el cosmos y toda la materia en él, está compuesta por una única sustancia o causa primaria que lo constituye.

Referencias

Apiano (1958). Historia Romana II. Guerras civiles (libros I-II). Madrid: Editorial Gredos.

Ario Dídimo (1995). Fragmentos. Madrid: Editorial Gredos.

Asimov, Isaac (1981). El Imperio romano. Madrid: Alianza.

Bunson, Matthew (1994). Encyclopedia of the Roman Empire. Nueva York: Facts on File Inc.

Calcidio (2014). Traducción y Comentario del Timeo de Platón. Zaragoza: Akal Clásica.

Cebrián, Miguel Ángel (2000). Isis y los cultos orientales. Madrid: Museo Arqueológico Nacional.

Censorino (2007). Sobre el día del nacimiento. España: Editorial Gredos.

Champlin, Edward (2006). Nerón. Madrid: Fondo de Cultura Económica.

Cicerón (1987). Del supremo bien y del supremo mal. Madrid: Editorial Gredos.

Cicerón (1993). La naturaleza de los dioses. Madrid: Editorial Gredos.

Clemente de Alejandría (1996). Stromata I. Cultura y Religión. Madrid: Ciudad Nueva.

Cornelio Tácito (1979). Anales Libros I-VI. Madrid: Editorial Gredos.

De Coulanges, Fustel (2017). La ciudad antigua. Estudio sobre el culto el derecho y las instituciones de Grecia y Roma. México: Editorial Porrúa.

Diógenes Laercio (2007). Vidas y opiniones de los filósofos ilustres. Libro VIII. Madrid: Alianza Editorial.

Dion Casio (2011). Historia Romana Libros L-LV. Madrid: Editorial Gredos.

Eck, Werner (2003). The Age of Augustus. Oxford: Blackwell Publishing.

Epicteto (1993). Disertaciones por Arriano. Madrid: Editorial Gredos.

Eusebio (2009). Historia de la iglesia. California: Portavoz.

Flavio Josefo (1997). Antigüedades Judías. Libros XII-XX. Madrid: Akal Clásica.

Flores Rentería, Joel (2017). Ética, política e injusticia social. México: Universidad Autónoma Metropolitana.

García Gual, Carlos (1977). Introducción. Meditaciones (7-42). Marco Aurelio. Madrid: Gredos.

Loisy, Alfred (1990). Los misterios paganos y el misterio cristiano. España: Paidós.

López Gómez, Helena (2015). Las reformas de Augusto y su recepción social. Madrid: Universidad de Santiago de Compostela.

Martínez Fernández, Ángel (2010). Religión y política. El culto imperial en Creta. México: Universidad de la Laguna.

Orígenes (1967). Contra Celso. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

Pitillas Salañer, E. (2008). El origen de la revuelta judía (66 d.C.) según el testimonio de Tito Flavio Josefo. Espacio Tiempo Y Forma. Serie II, Historia Antigua, (21). Disponible en https://doi.org/10.5944/etfii.21.2008.1724

Plutarco (1995). Obras morales y de costumbres VII. Madrid: Editorial Gredos.

Reina Valera (2009). Santa Biblia. Antiguo y Nuevo Testamento. Utah: Intellectual.

Rodríguez Carmona, Antonio (2001). La religión judía. Historia y teología. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

Rossi, Miguel Ángel (2015). La decadencia del Imperio romano desde la perspectiva de Agustín de Hipona. Circe de clásicos y modernos, 19(2), pp. 33-53.

San Agustín (1953). Obras de San Agustín. Tomo VI. Madrid: Biblioteca de Autores Cristianos.

San Agustín (2017). Ciudad de Dios. México: Editorial Porrúa.

San Justiniano (1990). Apologías. Madrid: Apostolado Mariano.

Santini, Carlotta (2011). La reflexión sobre las religiones mistéricas en la filosofía de Nietzsche. Lecce: Università del Salento.

Santos Yanguas, Narciso (1999). Cristianismo y sociedad pagana en el Imperio romano durante el siglo II. Oviedo: Universidad de Oviedo.

Smallwood, E. Mary (2008). “The Diaspora in the Roman period before A.D. 70.”. En Louis Finkelstein, The Cambridge History of Judaism. Londres: Editors Davis and Finkelstein.

Southern, Pat (2004). The Roman Empire from Severus to Constantine. Nueva York: Taylor & Francis.

Suetonio (1992). ida de los doce Cesares I. Madrid: Editorial Gredos.

Suetonio (1992). Vida de los doce Cesares II. Madrid: Editorial Gredos.

Teja, Ramón (1990). El cristianismo primitivo en la sociedad romana. Madrid: Ediciones Istmo.

Teodoreto de Ciro (1996). Curación de las enfermedades griegas, última apología contra el paganismo. Buenos Aires: Editorial Alianza.

Tertuliano (2001). Acerca del alma. Madrid: Ediciones AKAL.

Tertuliano (2001). Apologético. A los gentiles. Madrid: Editorial Gredos

Varrón (1998). Lengua latina. Libros V-VI. Madrid: Editorial Gredos.

Zeller, Eduard (1977). Fundamentos de la filosofía griega. Buenos Aires: Siglo XXI.


Esta obra está bajo licencia internacional Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0.