Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales

Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco

ISSN 2347-081X

http://www.revistas.unp.edu.ar/index.php/textosycontextos

2022. Núm 10. 67-87

Irene Basileus

Prácticas y representaciones de una “emperador” en Bizancio en el siglo IX

Irene Basileus: Practices and representations of a woman “emperor” in Byzantium in the IX century

Maria de Luján Ortiz

mariadelujanortiz@gmail.com

Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco

Fecha de recepción: 11 de diciembre de 2021

Fecha de aprobación: 3 de mayo de 2022

Fecha de publicación: 31 de julio de 2022

Para citar este artículo: Ortiz, María de Luján (Año). Irene Basileus: Prácticas y representaciones de una “emperador” en Bizancio en el siglo IX. Textos y Contextos desde el sur, Número 10, 67-87.

Resumen

Tomando como referencia los documentos suscriptos por tutores y eruditos, podríamos creer que las mujeres estaban inmovilizadas por las costumbres, la legislación y apenas podían actuar por sí mismas. Y aunque bajo la excusa de la protección se las limitaba y su campo de acción estaba condicionado, no siempre era así. En el Imperio bizantino, Teodora, Irene, Pulqueria, Zoé y Teofanía, entre otras, ostentaron exitosamente el poder imperial, en distintas temporalidades y circunstancias; pero solamente Irene ostentó el cargo de basileus en Bizancio y una vez que accedió al trono pudo demostrar su capacidad y sus cualidades.

La privilegiada posición de estas mujeres plantea preguntas en torno a las prácticas y preceptos religiosos, a las actividades políticas y culturales en el Imperio Bizantino que permitieron la llegada de Irene al trono ¿de qué forma pudo acceder al poder? ¿en qué basaba su legitimidad? Y lo más importante ¿Cómo lo sostuvo una vez que logró alcanzarlo?

Para aproximarnos al estudio del gobierno de esta emperador-basileus, será relevante analizar las representaciones y las acciones políticas de Irene, algunas de las cuales eran impensadas en una mujer en la sociedad medieval, tanto en Oriente como de Occidente

Abstract

Taking as reference the documents signed by tutors and scholars, we could believe that women were immobilized by customs, legislation and could hardly act on their own. And although under the excuse of protection they were limited and their field of action was conditioned, this was not always the case. In the Byzantine Empire, Theodora, Irene, Pulcheria, Zoe and Theophany, among others, successfully held imperial power, in different temporalities and circumstances; but only Irene held the office of basileus in Byzantium and once she acceded to the throne she was able to demonstrate her ability and her qualities.

The privileged position of these women raises questions about religious practices and precepts, political and cultural issues in the Byzantine Empire that allowed Irene to come to the throne, in what way did she gain access to her power? On what did they base its legitimacy? And most importantly, how did she hold her once she managed to reach it?

To approach the study of the government of this emperor-basileus, it will be relevant to analyze the representations and political actions of Irene, some of which were unthinkable in a woman in medieval society, both in the East and the West.

Palabras clave

Basileus, Iconoclastia, Imágenes, Iglesia, Representaciones

Keywords

Basileus, Iconoclasm, Images, Church, Representations

Mujer, esposa, viuda y madre

Irene de Atenas contrajo matrimonio con León IV, hijo del emperador Constantino V –de la dinastía Isauria– en 769. Y aunque los motivos y las formas en que fue elegida esposa regia no están muy claras, en lo que a temas nupciales imperiales se refería había dos posibilidades: un matrimonio por cuestiones políticas y otra, donde las contrayentes eran “elegidas mediante una competición abierta”1. En teoría, un método para seleccionar a las esposas de los futuros emperadores era realizar una exhibición de novias, en la que el príncipe escogía a la más atractiva, aunque Judith Herrin (2012) menciona que parece improbable que tales eventos tuvieran lugar de ese modo. Y aunque algunas de las jóvenes procedían de familias de provincias, relativamente modestas –tomando como referencia la familia imperial– podríamos pensar que esos matrimonios no se encontraban alejados de los intereses políticos. “El intento de sellar algún tipo de alianza con los magnates heládicos, cara a recuperar el control de aquellas tierras sometidas a la presión invasora de tribus eslavas, podría haber estado en el origen de semejante matrimonio” (Aguado Blázquez, 2015, p. 177). Con relación al casamiento entre Irene y Constantino, también podría inferirse una combinación entre ambas situaciones, una bella mujer y una alianza matrimonial producto de negociaciones diplomáticas; después de todo, muchas veces una boda era una cuestión de política, más que de elección personal.

El matrimonio era el constructor social de relaciones de parentesco que contribuía a perpetuar o aumentar el capital simbólico detentado por los hombres, reduciendo a las mujeres a meros objetos de intercambio. Tratadas como instrumentos de trueque conforme los intereses masculinos y relegadas al mundo privado, las mujeres eran las responsables de garantizar el orden y el buen funcionamiento del entramado social, llevar adelante la gestión de la vida ritual y ceremonial. Además, eran las encargadas de la caridad, las obras altruistas, el cuidado de los enfermos, los pobres y los ancianos y también de la vigilancia sobre la servidumbre. Destinadas a realzar la imagen pública y la apariencia de la familia, autorizadas para manifestar el rango social de la unidad doméstica, generalmente eran consideradas como objetos estéticos consagrados a suscitar admiración y deseo. Su papel incluía complacer a su esposo, lucir bonitas y criar hijos como parte de sus quehaceres, en el caso de Irene, ser la esposa del emperador y madre de sus hijos legítimos.

Bizancio era la ciudad donde moraba el emperador, el centro del gobierno y del mundo civilizado, y fue el lugar donde nació Constantino VI, el primer y único descendiente de León IV e Irene, la Augusta –título concedido a las esposas de los emperadores–. El parto tuvo lugar en la Cámara Púrpura, una habitación en el interior del Gran Palacio recubierta de piedras de ese color o decorada con sedas donde las emperatrices daban a luz a sus hijos. La expresión nacer “en la púrpura” en tiempos del imperio romano era usada para reforzar la sucesión dinástica de la familia reinante y la dignidad imperial de los hijos de los gobernantes. Pero también implicaba un ritual que rodeaba a las augustas imperiales y servía para realzar el estatus y el poder potencial de estas mujeres, pues a partir de ese momento eran, la madre del futuro emperador. Con estas prácticas esencialmente se legitimaba a los sucesores, se consolidaba el poder del monarca y el de sus descendientes en el imperio bizantino. Al decir de Florencio Hubeñak (1996) era el “heredero del poder, del prestigio y de la misión de la antigua Roma”. El poder imperial era sagrado, al igual que la persona que ocupaba esa posición privilegiada.

La designación del emperador estaba conformada por tradiciones provenientes del Imperio Romano que incluían el consentimiento del senado, del ejército y del pueblo. Y si bien en apariencia contradecía la idea de la voluntad y el derecho divino, en el siglo IX eran prácticas rituales y protocolares usuales. De todas formas, cuando el pueblo, el ejército y el senado elegían al emperador, eran ellos quienes lo emplazaban por sobre todos los hombres como protector de la iglesia, jefe del ejército y legislador supremo. Validaban su gobierno y sus decisiones; esto incluía la posibilidad de que el emperador eligiera a su sucesor.

La proclamación del ejército se realizaba en conmemoración de la significativa participación que había tenido en la designación de emperadores en el Imperio Romano, y era una cuestión simbólica que pervivía más como una costumbre que como acción concreta. Por su parte el Senado, que también participaba de la ceremonia, tenía poca influencia en tiempos de Constantino VI y su función se limitaba a aprobar el nombramiento previamente acordado (fuese por adopción, sucesión, usurpación o sublevación). El proceso concluía con la aclamación por parte del pueblo al nuevo Emperador, quien tras la coronación imperial reafirmaba su santidad para gobernar el Imperio, establecía así su legitimidad para ocupar el trono.

Al igual que en Roma, el culto imperial contenía: ritos, fiestas litúrgicas, vestiduras, himnos y oraciones, imágenes y una iconografía particular. Por ello, una vez investido el basileus, según los protocolos del Libro de las Ceremonias, la Corte con sus atuendos oficiales esperaba la salida del emperador y era escoltado para recibir las aclamaciones de los cónsules, del Senado y los patricios. Como muestra de su majestuosidad y parte del ceremonial, los súbditos, reconociendo la dimensión sobrehumana del emperador, se inclinaban ante él como titular del poder terrenal y representante de Dios.

El aspecto religioso de la entronización –opuesta a las tradiciones seculares del Imperio– se impuso a la elección militar y aportó nuevos elementos. La idea de Dios como fuente de poder imperial se plasmaba en la ceremonia de coronación, donde el Patriarca consagraba al emperador como instrumento de la voluntad divina. La unción real consolidó el carácter religioso de la ceremonia través de la cual Dios le asignaba la función de gobernar al basileus. De todas formas, si bien se acrecienta el protagonismo del Patriarca –el eclesiástico con mayor dignidad dentro del Imperio, mediador entre Dios y el gobernante por la gracia divina– su significado era meramente simbólico. León IV invocó la naturaleza de su autoridad, para asegurar la continuidad del linaje y asoció al primogénito al poder, que fue coronado en la Iglesia de Santa Sofía como coemperador cuando era un niño.2 El derecho de elección provenía del propio emperador soberano, por lo que esta coronación era realizada por el basileus y no por el Patriarca. Estas estrategias alejaban a otros interesados en acceder al trono de Bizancio, aunque no siempre lograba disuadirlos totalmente.

León IV tenía varios hermanos –que su padre había procreado con otras esposas– y que no quedaron muy conformes su designación, pero la aceptaron, al menos durante la vida del emperador, que por cierto fue breve. Ante la muerte de un gobernante con una familia numerosa, solían desatarse luchas y conflictos sucesorios. Basados en los vínculos sanguíneos con el emperador, en ocasiones, los interesados, consideraban que todo el linaje participaba del favor divino. Y si bien es cierto que existían las asociaciones al trono y la promoción dinástica o protocolar de algunos miembros de la familia imperial, se hacía necesario suprimir las atribuciones de los parientes en las cuestiones políticas, se desechan los cogobiernos familiares que algunos pretendían usufructuar.

Cuando Constantino VI accedió al trono en 773 a la edad de diez años por la muerte de León IV, como era usual, Irene, ocupó la regencia por ser madre del infante. Las mujeres eran identificadas como hija de su padre, luego esposa, viuda de su marido o madre de su hijo. Sin importar el grupo social al que pertenecían o actividad que realizaban, generalmente eran reconocidas como miembros de una familia dominada por varones. Referirnos a una, mujer en tanto esposa o madre de alguien, es colocarla en una condición que no tienen más que un miembro y sin embargo hay toda una categoría implicada. Existe en el centro un ordenamiento completo de las expectativas socialmente estandarizadas que se evidencian, al decir de Erving Goffman (2006) en la conducta y naturaleza del modelo o la categoría de esposa y madre. Las actitudes con respecto a la condición femenina, sus funciones y su papel en tanto mujeres, en general, respondían a “su naturaleza” y al papel que les asignaban, aunque algunas, se apartaron de los estereotipos que les fueron establecidos.

Los hermanos de León IV –el emperador muerto– fueron un foco continuo de oposición a Irene y a su hijo, y provocaron junto a sus partidarios, una serie de levantamientos para derrocar al joven soberano. Irene tomó decisiones contundentes para salvaguardar el reino, pero impensadas en una mujer. Al advertir la existencia de un complot que pretendía instalar a Nicéforo como emperador, deshizo la maniobra, ordenó el arresto, el castigo y el exilio de los conspiradores. Señala Teófanes El confesor, llamado también el Isauro, que, en relación a sus cuñados, los césares y los nobles, fueron obligados a tomar las sagradas órdenes y administrar la comunión al pueblo en la fiesta de la Natividad. Ese mismo día, en procesión junto con su hijo, ofreció a la iglesia la corona que le había sido quitada por su marido.

Si bien la tonsura y una condena a tomas los hábitos pueden ser considerada ligera, las penas sobre el cuerpo permitían exhibir las malas acciones de los reos, a través de ellas se afectaba su consideración social y se los exponía a una humillación púbica. Las sanciones corporales se aplicaban cuando asumían una especial gravedad, tomando en consideración los hechos objetivos, las características del delito y las particularidades del imputado. En Bizancio, en este tipo de delito y en virtud de las particularidades de los reos –parientes del emperador– era usual encerrar a los complotados realizarles algunas amputaciones, proceder a su tonsura y obligarlos a convertirse en monjes para separarlos de la sociedad. De hecho, obligarlos a administrar los sagrados sacramentos en una festividad tan importante como la natividad, implicaba poner en conocimiento del pueblo el castigo establecido.

La sanción implicó un retiro –poco voluntario– en un convento, un castigo ejemplarizante que los excluía de la vida cortesana e implicaba un alejamiento de la comunidad. Cabe recordar que la vida monástica conservó ciertas observancias que incluyen: soledad y silencio –retirándose del mundo y asilándose, para enfocar los pensamientos y oraciones hacia la divinidad–; muy oportuno para evitar complots contra el emperador o reunir adeptos. La pobreza, como parte de las costumbres monásticas, implicaba una vida sin pertenencias individuales y una renuncia a la propiedad privada, que junto con la castidad y la obediencia planteaban un escenario ideal para evitar nuevos levantamientos.

El hecho de ser sacerdotes los dejaba en una situación de inhabilidad para gobernar y ejercer el poder –y también para procrear herederos legítimos–. Por ser siervos de Dios se les confiscaron sus tierras y sus bienes, los que fueron repartidos entre Irene y sus partidarios. La pérdida de la ciudadanía, resultado del confinamiento y castigo, conllevaba la supresión de derechos políticos y de propiedad, lo que anulaba la capacidad individual de actuar.

Siempre las imágenes…

Leslie Brubaker (2012) señala que el término ícono significa “imagen” y era usada en la antigüedad –generalmente– para describir retratos humanos, sin una particular referencia a las representaciones religiosas (incluía figuras no cristianas, ídolos, dioses griegos y romanos). El mundo bizantino adoptó el término icono para identificar un retrato o una escena religiosa cristiana, las cuales estaban presentes en la vida cotidiana del imperio. “Las imágenes habían existido en el Imperio bizantino desde el establecimiento del cristianismo como religión estatal en tiempos de Constantino el Grande y su importancia había aumentado desde el reinado de Justiniano” (Herrin, 1983, p. 84).

Se instalaron imágenes en capillas, iglesias, en lugares públicos y en los hogares para enaltecer el carácter cristiano del Imperio Bizantino, la iconografía facilitaba la comprensión religiosa por parte de quienes no tenían la preparación suficiente para comprender los dogmas cristianos. La tesis de que las imágenes eran la Biblia de los analfabetos, ha sido criticada, por cuanto eran explicadas a viva voz por los clérigos. Peter Burke (2005) menciona que es posible que las imágenes actuaran a modo de recordatorio y refuerzo del mensaje oral, y no exclusivamente como una fuente independiente. La veneración de un icono evoca una mediación entre Dios y los hombres, es más que una representación, es un modelo para rememorar y hacer presente lo representado; por lo tanto, quien reverencia una imagen, ama a la persona representada sacra en ella. De la misma forma en que se recurre a Dios a través de las palabras de una oración, también se lo puede hallar por intersección de las imágenes. Los iconos evocan la presencia de lo simbolizado. En palabras de David Freeberg el poder surge de la dialéctica de su relación con el observador, ese es el poder del cual están investidas las imágenes.

Sin embargo, un grupo de cristianos tenía cierta animosidad hacia el culto de las imágenes, que se basaba la prohibición sobre la idolatría referidos en del Antiguo Testamento. Brubaker (2012) señala que el término iconoclasta significa "rompedor" de imágenes, cuyo primer registro data del 720, el cual a través de una carta se reprueba a un obispo que había quitado los retratos religiosos de su iglesia sin autorización. El uso se repite frecuentemente en el séptimo Concilio Ecuménico, celebrado en 787, para condenar quienes se resistían la veneración de los iconos. Los iconoclastas afirmaban que las imágenes religiosas eran peligrosas y llevaban al pueblo a la idolatría, un pecado por el que serían castigados por Dios. A esto se sumaban los peligros de la superstición y el riesgo de que las imágenes estimularan la adoración a las formas externas y lo que realmente estas representaban.

Por su parte el judaísmo3 y el islam4 evitaban el uso de imágenes y rechazaban la representación de lo divino, ambos coincidían en la supremacía de la palabra y en la condena de la idolatría. En este punto es oportuno considerar el contexto sociopolítico de la población cristiana oriental, una minoría en tierras islamizadas, donde los califas pretendían consolidar su religión. Los musulmanes reprimían a los cristianos que habitaban en sus dominios (y que contrariaban las enseñanzas de los profetas) por lo que los devotos, que temían a las represalias, comenzaron a evitar la veneración de los iconos. Podría considerarse entonces que las motivaciones eran tanto teológicas como políticas, sin que pueda inferirse cuales prevalecían.

La representación de Cristo era el tema más relevante y controvertido para los cristianos pues su naturaleza divina no podía ser reproducida. El discurso iconódulo se basaba en la idea de los iconos como símbolos y mediadores, no como una manifestación explícita de la divinidad; por su parte los iconoclastas estaban en contra de estas representaciones. Es cierto que el Dios incorpóreo no había sido representado, pero la encarnación de Cristo generó una imagen material, física en este mundo, por lo tanto, era factible admitir su representación tal como se lo había visto en la tierra. Basados en la encarnación, los artistas, estaban autorizados a representarlo, y al mismo tiempo se justificaba la personificación de los santos y sus vidas, que permitía a los cristianos acercarse a lo divino y a la iglesia.5 La política instaurada en Hieria –en el llamado Concilio iconoclasta– inició un período signado por la destrucción de las imágenes y la persecución religiosa. A partir de 754, en Oriente, la Iglesia determinó que la veneración de imágenes contrariaba la tradición cristiana y desde sus partidarios eran pasibles de ser castigados. Décadas más tarde, y utilizando argumentos de similar tenor, la decisión del Concilio de 797 sería contraria a estas disposiciones.

En este contexto, son significativas las consideraciones de Brubaker con relación al término iconoclastia, por cuanto “los bizantinos llamaron al debate sobre la legitimidad (o no) de las imágenes religiosas «iconomaquia», la «lucha de la imagen», una palabra que está mucho más en consonancia con lo que realmente ocurrió” (Brubaker, 2012, p.4). Sin embargo, en este trabajo utilizaremos la expresión iconoclastia para referirnos al papel de los retratos sagrados en el culto cristiano, por ser un término académicamente utilizado para describir las acciones contra las imágenes, la oposición y destrucción del arte religioso.

León IV había sido defensor de la iconoclastia y, cuando este murió, Irene, su esposa, asumió la regencia ante la minoría de edad de su hijo Constantino VI y tuvo que lidiar, entre otras, con las cuestiones religiosas. Inicialmente la regente actuó con prudencia e invocando la defensa de las libertades, cesó la persecución y la tortura de los iconódulos, incluso propició el regreso de aquellos que habían sido desterrados. La Iglesia y Estado formaban una unidad en la vida de los cristianos de Bizancio. Esta era una forma de ejercer el control imperial sobre la Iglesia, por cuanto los basileus consideraban a la teología y a la religión como asuntos de Estado, atribuyéndose el derecho de promulgar edictos, de imponer sus propias conclusiones dogmáticas en los concilios y decidir en las controversias religiosas.

Paulatinamente, fue sustituyendo en los cargos públicos a los declarados iconoclastas por iconófilos, hasta fortalecer al estado con una postura a favor de las imágenes. No obstante, todas estas acciones no serían más que ilusorias mientras las resoluciones del Concilio de Constantinopla estuvieran vigentes, el cual, además, se había dado por ecuménico. (Ziegler Delgado, 2009, p. 63)

Y si bien la madre de Constantino VI tenía poco apoyo en Bizancio, fue usufructuando las divisiones generadas por la iconoclasia, y reuniendo voluntades de algunos partidarios iconódulos y funcionarios designados en puestos clave por ella misma. Algunos oficiales del Estado habían sido encarcelados, exiliados o confiscados sus bienes por su apoyo a las imágenes en tiempos de León III o su padre Constantino V, razón por la cual muchos de ellos aceptaron llanamente la nueva política imperial.

Al mismo tiempo existían tensiones políticas y una fuerte oposición por parte de los gobernadores provinciales, la Iglesia y la población iconoclasta hacia las políticas del emperador. Pero cuando Irene se sintió lo suficientemente respaldada, la regente convocó, en nombre de su hijo, a un concilio en Constantinopla, presidido por un Patriarca que ella misma había designado. Tal como había ocurrido durante el reinado de su suegro, Irene había obligado a dimitir al Patriarca ungido y lo sustituyó por Tarasio, uno de sus colaboradores, partidario de las imágenes, y al decir de John Haldon (2010) miembro de la elite metropolitana.6 La regente perseveró en su propósito y logró reunir al Concilio, aunque el Patriarca designado era un laico sin formación religiosa ni prestigio suficiente para guiar el Concilio. Irene pudo llevarlo adelante porque entre sus atribuciones religiosas tenía la facultad de convocarlo, presidirlo, promulgar cánones, velar por su cumplimiento y designar al Patriarca según su voluntad. Tarasios, Patriarca de Constantinopla y la emperatriz invitaron al Papa pidiéndole que enviara cartas y emisarios al sínodo, también remitieron mensajes a Antioquía y Alejandría.

Alexander Vasiliev (2003) sugiere que el lugar de origen de los emperadores iconoclastas –en este caso la regente– no puede ser considerado un factor accidental al momento de pensar en la restauración el culto de las imágenes. Pero Leslie Brubaker (2012) señala que difícilmente Irene pudo haber sido una iconófila, al menos en el momento de su matrimonio con León IV en 768, ya que es prácticamente inconcebible que Constantino V hubiera permitido que su hijo y heredero se casara con una mujer a la que habría considerado una idólatra. Por otra parte, transcurrieron cuatro años desde la muerte de su esposo, para que Irene considerara su apoyo a los íconos7. Al tomar como referencia las Crónicas de Teófanes, simpatizante de la emperatriz y partidario de los iconos, es sugerente que no haya referencias a las tempranas preferencias de Irene sobre las imágenes si estas hubieran existido.

El imperio e Irene necesitaban restablecer su hegemonía en Occidente y por ello intentaba estrechar las relaciones diplomáticas con el papado8 y los francos. El proyecto de alianza matrimonial con la familia real carolingia y la inclusión de Constantinopla a una Iglesia más amplia pudo provenir también de la “preocupación por su posición política y la seguridad del reinado de su hijo” (Haldon, 2010, p. 5). Independientemente de su ascendencia y sus propias creencias religiosas, cabría pensar en el interés en reposicionar al Imperio en el mundo occidental, donde la veneración de los iconos podría considerarse una cuestión política, además de religiosa.

El Papa puso reparos en la elección de Tarasio como Patriarca, pero la perspectiva del restablecimiento de las imágenes era más atractiva, y tanto el Sumo Pontífice como los Patriarcas orientales enviaron a sus representantes a Constantinopla. Los emperadores observaban la reunión desde la galería hasta que se produjo la irrupción de las milicias con espadas y amenazas en la iglesia de los Santos Apóstoles en la Ciudad Imperial. Los soldados leales a la memoria de Constantino V, y contrarios a la representación de las imágenes, boicotearon la reunión. Brubaker (2012) menciona el apoyo de los clérigos a las tropas, estimulados por la oposición “al cuestionado patriarca Tarasios, más que por las imágenes”. Fue así como se dispersó la asamblea y concluyó el sínodo. “El primer intento de convocar un Concilio Ecuménico terminó así en desorden, asfixiado por la violencia y el choque de pasiones salvajes” (Giakalis, 2005, p. 16).

En 787 se propuso un nuevo cónclave en Nicea, ciudad en la cual Constantino El Grande había convocado el primer Concilio. Además de tener un halo simbólico, estaba estratégicamente ubicada lejos de la capital imperial y se hallaba custodiada por un ejército que obedecía a los emperadores. En esta oportunidad se tomaron medidas para garantizar el éxito de la iconodulia.

Los argumentos esgrimidos en el concilio tenían básicamente dos puntos controversiales: la fuerza de la tradición y la visibilidad de la encarnación, Ernest Kitzinger (1954), Leslie Brubaker (1998), Ambrosios Giakalis (2005) son autores imprescindibles al momento de analizar los fundamentos. Retomando los fundamentos esgrimidos en Concilios anteriores, la facción a favor de la imagen argumentó que Cristo podía representarse porque había vivió entre los hombres. Negar su representación equivalía a rechazar el principio fundamental del cristianismo: la encarnación. En la octava reunión, en el palacio, los emperadores firmaron las decisiones del concilio, que aceptaba la posibilidad de representar lo sagrado. Las Actas del Concilio de 787 sentaron las bases para un culto metódico y formal cuyas prácticas estaban asociadas con la veneración de las imágenes.

El Concilio incluyó directrices sobre la disciplina de los clérigos y las relaciones entre los diferentes órdenes de la cristiandad. Una cuestión relevante fue la destrucción de todos los textos iconoclastas, de hecho, algunos autores señalan que las fuentes con que contamos fueron el resultado del éxito de la iconodulia. Sebastian Provvidente (2005) menciona que cada uno de los grupos enfrentados realizó relevamientos documentales con el único fin de justificar sus propias posiciones. No estuvo acompañado por debates o reflexiones profundas, la única finalidad fue probar –o no– la tradición antigua que apoyaba el culto de las imágenes y condenar al iconoclasmo9. Al decir de Provvidente (2005) la pobreza teológica y metodológica del concilio será una veta retórica que Occidente aprovechará posteriormente.

El sínodo no introdujo nueva doctrina, sino que mantuvo inquebrantables las doctrinas del santo y bienaventurados padres; rechazó la nueva herejía y anatematizó los tres falsos patriarcas, a saber, Anastasio, Constantino y Niketas y todos los que compartieron sus puntos de vista [...] el decreto fue leído y firmado por el emperador y su madre. Cuando ellos habían confirmado a la verdadera religión y las antiguas doctrinas del Santos Padres, premiaron a los sacerdotes y los despidieron. (Teofanes, 1977, p. 146).

Si bien triunfó la política religiosa promovida por Bizancio, las respuestas al Concilio por parte de las iglesias occidentales estuvieron influenciadas por asuntos políticos más que teológicos y no provocaron en Occidente los efectos deseados por Irene. Los francos continuaron siendo actores relevantes en el mundo cristiano y su estrecha relación con el Papa opacaba las acciones de acercamiento por parte de Irene. Los teólogos francos cuestionaron la traducción latina, la forma en que se utilizaron los textos en apoyo de la veneración de los iconos por cuanto la creación y la veneración de imágenes no estaban referidas en la Biblia. También objetaron el derecho de una mujer a convocar a un concilio eclesiástico e impugnaron la legitimidad de Tarasios como patriarca. Carlomagno ordenó una revisión detallada de los argumentos bizantinos y papales, y concluyeron con argumentos similares a los del Concilio iconoclasta de 754. Las Iglesias continuaban enfrentadas, al igual que los sostenedores de ambas tendencias. Los conflictos sobre las imágenes no terminaron con el Concilio de Nicea II10.

Madre y coemperador

La autoridad de Constantino VI se veía opacada por la participación de Irene en el gobierno, cuando ya había alcanzado la mayoría de edad, parecía que el emperador no gobernaba, de hecho, no lo hacía. Y aunque las relaciones con su madre eran tensas, realizaron diversas acciones en forma conjunta para reafirmar y exteriorizar el poder y el control sobre el imperio. Brubaker (2012) señala que Irene y Constantino VI recorrieron Grecia en 784 y en 786, estableciendo nuevos obispados y reviviendo otros. Como parte de las acciones conjuntas, André Grabar (1998) menciona la donación realizada al convento de la Fuente en agradecimiento por la sanación de la madre del emperador. Irene ofrendó al convento ropa tejida con oro y cortinas de tela con hilos de oro en su nombre, y junto a Constantino regaló una corona y jarrones litúrgicos. En esta ofrenda puede diferenciarse la entrega objetos en el exclusivo nombre de Irene y otra realizada en forma conjunta con su hijo, una práctica que deja pocas dudas sobre la importancia de Irene.

Si bien eran relevantes las acciones religiosas, había otros aspectos a tener en cuenta en el gobierno del Imperio. Franz Maier (2000) da cuenta que en 783 tras una exitosa campaña en que fueron sometidos los eslavos, Irene, celebró en el Hipódromo y luego marchó hasta Berea para observar los resultados de la pacificación. Herrin (2009) menciona que ambos “hicieron un real viaje en el que llegaron hasta Beroea (actual Stara Zagora, en Bulgaria). Acompañados de bailarines y músicos, conmemoraron la pacificación de los eslavos y consagraron la iglesia de Santa Sofía de Tesalónica” (Herrin, 2009). Esta celebración fue distinguida por cuanto los eslavos estaban dispuestos a luchar contra Bizancio y sus acciones fueron en ese sentido durante el reinado de Constantino VI y de su madre Irene. Tiempo después Bizancio sufrió diversos reveses militares y hubo de pagar tributo a los búlgaros; una situación similar vivió a manos de los árabes

bajo el califa Al-Mahdi, los árabes reanudaron con éxito su ofensiva en Asia Menor, y en 782-83 la emperatriz hubo de pedir la paz. El convenio que la acordaba, por una duración de tres años, era humillante para el Imperio. La emperatriz se comprometía a satisfacer a los árabes un tributo anual de 70 o 90 millares de denarios (denari], en dos pagos por año. Es muy probable que las tropas enviadas por Irene a Macedonia, Grecia y el Peloponeso el mismo año (783), para reprimir la revuelta eslava, estuviesen ocupadas en ello todavía, lo que debía debilitar la situación de Bizancio en el Asia Menor (Vasiliev, 2003, p. 277).

Tanto los éxitos como los fracasos eran atribuidos al emperador, cuando en realidad debían ser compartidos con su madre, porque ella gobernaba el Imperio bizantino, aunque recién se proclamó basileus en 797. Constantino realizó diversas expediciones, contra los búlgaros, los árabes y los armenios, aunque los resultados no siempre fueron los esperados, incluyendo la pérdida de hombres, dinero, caballos y equipo bélico. Las disputas internas provocaron la formación de un partido a favor de Irene y otro en apoyo a su hijo.

Cuando Irene intentó que el ejército la reconociera como único emperador para desheredar a su hijo, a través de un juramento de fidelidad, las tropas de la capital aceptaron, pero las de las provincias no. Los ejércitos de oriente, particularmente los armenios –en su mayoría iconoclastas– proclamaron a Constantino emperador único. De la misma forma que Vasiliev suponía que los emperadores de la parte oriental del Imperio y de Siria eran fervientes iconoclastas, como lo había sido León IV; conjeturaba igualmente que los soldados asiáticos también lo eran. En este punto cabría considerar que las tropas provinciales cambiaban frecuentemente de bando, y podríamos suponer que sus creencias religiosas no eran el factor decisivo en sus acciones.11

Se condenó a Irene con el exilio para evitar sus abusos, deslealtades y traiciones –todos ellos delitos de lesa majestad– contra el basileus o contra el imperio. En definitiva, situaciones de peligro personal o que pudieran derivar en una inestabilidad política. Era una medida preventiva de futuras acciones y un castigo por las del pasado, y a fin de evitar males mayores, se dispuso el apartamiento de la corte de la madre del emperador. Este tipo de delitos se inscribe en el marco de las relaciones de poder, por ello el exilio generalmente se aplicaba a los miembros de la nobleza, quienes por razón de su estatus tenían una condición social y una situación de preferencia; más aún siendo la madre del emperador. En virtud de su posición los notables podían afrontar el castigo con mejores recursos, aunque generalmente debía contar con el apoyo de parientes o amigos durante su confinamiento. “Irene se vio obligada a renunciar al poder, teniendo que retirarse a su palacio de Eleutherios (octubre del 790), aunque manteniendo gran parte de su capacidad de maniobra y apoyos” (de Francisco Olmos, 2013, p. 204).

El destierro fue relativamente breve y al ser convocada nuevamente al palacio, su hijo le otorgó el título de Augusta para cogobernar. El hecho de que Constantino VI exiliara a su madre no lo hizo muy popular y por ello permitió que Irene conservara el título de “emperatriz” de manera simbólica. El excelente trabajo de José María de Francisco Olmos (2010) da cuenta de la acuñación de las nuevas piezas que se realizaron durante esa etapa12.

Cada uno de los protagonistas ocupa una cara de la pieza, en igualdad, algo que oficialmente nunca una mujer había conseguido en Bizancio; en otras monedas, como el milliaresion de plata, se colocaba el nombre del emperador y su madre, mostrando su gobierno conjunto (de Francisco Olmos, 2010, p. 92).

Asociar a Irene al trono fue una medida resistida por los seguidores del emperador, quienes cambiaron su lealtad hacia los tíos de Constantino. Una vez sofocada la revuelta, el emperador castigó a las tropas armenias, incluido el general que lo habían apoyado en los inicios de su reinado. Lentamente su gobierno fue perdiendo adhesiones, fuese por los errores en su administración o por los escándalos en su vida personal13, siendo estos últimos para provocar la animadversión de la Iglesia.

Señala Herrin (2000) que después de una campaña desfavorable contra los árabes decayó también el apoyo popular, especialmente cuando el imperio comenzó a pagar tributos de guerra al califa Harun-el-Raschid por tres años luego de la derrota en el Bósforo (782). Y si bien se logró la paz para sus súbditos, la economía se vio afectada, materializándose en el aumento de impuestos y las exigencias arancelarias. El Emperador perdió así a todos sus aliados: el ejército la Iglesia, los iconoclastas y el pueblo. Señala Teófanes que fueron algunos cortesanos quienes pusieron a la madre contra su hijo:

La convencieron de que habían sido informados a través de profecías [...] Engañada, como la mujer que era, y siendo también ambiciosa, ella estaba convencido de que las cosas eran realmente así, y no percibía que esos hombres habían ofrecido el pretexto anterior porque querían administrar los asuntos de Estado.

Irene hizo arrestar a los hombres del emperador, quienes fueron casi castigados, tonsurados y exiliados. Irene aprovechó estos conflictos y ordenó detener a su hijo Constantino VI, quien fue cegado en el salón de la púrpura, el mismo donde había nacido. La desorbitación o vaciado de la cuenca de los ojos era un castigo empleado en diversas sociedades y en el caso que nos ocupa, para el delito de traición (fuese contra la corona o el emperador). Este tipo de pena no tenía por objetivo ocasionar la muerte ni pretendía el confinamiento del reo, sino que era aplicada para afectar la estima del inculpado, exteriorizar su falta y desacreditarlo frente a la sociedad. Irene, en un acto de clemencia, estableció una pena inferior a la pena de muerte para su hijo Constantino. Herrin (2000) señala que luego de su mutilación fue trasladado a un remoto palacio, de Francisco Olmos (2010) indica que fue exiliado a Prinkipo y Aguado Blázquez (2015) sugiere que murió en “prisión domiciliaria” no mucho tiempo después a la edad de veintisiete años. María Magdalena Ziegler Delgado (2009), sin especificar el lugar de su confinamiento, menciona las acciones de su madre lo llevaron a la muerte. El texto de el confesor tampoco es demasiado preciso al respecto pro cuanto indica que no está clara la fecha de su deceso ni dónde terminó sus días. De una forma u otra Constantino VI dejó de gobernar e Irene ejerció el poder en su propio nombre como única gobernante del Imperio.

Menciona Karl Amón (1997) que en Roma se consideraba una aberración que una mujer y madre, hubiese dejado a un lado a su hijo para reinar en su lugar. El Papa León III sostenía que Irene ocupaba ilegítimamente el trono bizantino y la desconocía como soberana. Pese a su inclinación iconófila y la convocatoria al concilio de Nicea que hemos mencionado, la cercanía o el acceso al poder por parte de las mujeres parecía impensable dentro las tradiciones del Imperio, donde jamás había reinado mujer alguna con autoridad plena. En el caso de Irene era muy particular el modo en que alcanzó su título de basileus.

En los Anales del Imperio carolingio se menciona que esta situación fue aprovechada por León III para coronar a Carlomagno en la Basílica de San Pedro como nuevo emperador de Occidente. Las autoridades del Imperio bizantino consideraron que la investidura conferida era un signo insurrección contra Irene, aunque el hecho de recibir la corona imperial no implicaba un cambio sustancial, Carlomagno continuaba siendo rey de los francos, de los lombardos y de los patricios romanos. No recibiría un Imperio ni constituiría una nueva creación geopolítica que contrapesase a Oriente. Y aunque el nuevo emperador pudiera creer o proclamar que su título lo convertiría en continuador de los emperadores romanos14, no tenía ningún significado si no era reconocido por Bizancio. La pretendida unidad del Imperio era claramente nominal y teórica15. Al ungirlo como emperador el Papa, pretendía consolidar la autoridad de su aliado y al mismo tiempo determinar que el Imperio estaba vacante, o que era lo mismo, en manos de una mujer.

Irene: basileus por derecho propio

Las mujeres podían acceder al poder por transmisión dinástica, regencias o por delegación, reconocer el derecho a que gobernaran en su propio nombre, era otra cuestión. Irene, una vez que destronó a su hijo se convirtió en “única gobernante del Imperio como emperador (797-802) con el título protocolario “masculino” de “Irene, gran basileus y autocrátor de los Romanos” (de Francisco Olmos, 2009, p. 133). Los primeros años del gobierno de Irene como regente estuvieron signados por las cuestiones religiosas; los que transcurrieron bajo su autoridad exclusiva tuvieron otras preocupaciones, aunque esencialmente reinó en un contexto de relativa paz y bienestar. Siguiendo a Teófanes, Irene redujo o suspendió (según las traducciones existentes de su texto) los impuestos para los habitantes de Bizancio y canceló la tarifa aduanera que se aplicaba al tráfico marítimo entre el Mediterráneo y el Mar Negro, lo cual se le agradeció mucho por estas y muchas otras liberalidades.

En el mundo antiguo el monarca se caracterizaba por su trifuncionalidad: sumo sacerdote, poder militar y encargado de la administración de justicia. Irene utilizó todos estos atributos para salvar airosamente muchos obstáculos y dominó la situación centralizando en su persona el ejercicio del poder.16 En una época en que los emperadores dirigían y comandaban habitualmente a sus tropas en las batallas, era difícil que una mujer impusiera su condición de emperatriz, porque el basileus (emperador) siempre era hombre y solo él gobernaba oficialmente. De todas formas, las tropas (especialmente las de la capital) apoyaron su ascenso al poder. Mas aún, teniendo en cuenta la situación particular de su ascenso y entronización, Irene utilizó todos los atributos y recursos que disponía para legitimarse y ostentar su poder. Señala Vasiliev que Irene no era calificada como “emperatriz”, sino llamada “Irene, el emperador (basileus) fiel”.

La Iconoclasia fue, al decir de Haldon (2010) un fenómeno imperial, con poco arraigo en la opinión popular “mientras se mantuvo la política oficial del gobierno y de los emperadores elegidos por Dios continuó la lealtad de la gran mayoría de los súbditos del imperio (Haldon, 2010, p. 5). La Iglesia bizantina, después de haber recuperado el culto a los iconos por la intersección de Irene, adaptó sus dogmas y su liturgia a una importante simbología propia.

En todos sus documentos públicos, actas imperiales, decretos, leyes, etc., aparecía con el título oficial de basileus, en masculino. Este hecho muestra de nuevo la fuerza de las tradiciones, que entendían que el ejercicio legítimo del poder era exclusivamente masculino y, por tanto, si tenían que aceptar, a regañadientes, el gobierno de una mujer, podía seguir manteniendo la ficción de la masculinidad en la titulación del gobernante (de Francisco Olmos, 2008, pp. 68-69).

Cabe considerar que las representaciones oficiales no muestran la imagen de los individuos con el aspecto que tenían en ese momento, Burke indica (2005) que son una la representación pública de una personalidad idealizada. André Grabar (1998) describe una imagen donde la coemperador lleva con una corona con cruz, decorada con dos hileras de perlas que descienden desde la corona hasta los hombros, por delante de las orejas. “En otra moneda el busto de Irene de frente con corona con cruz y cuatro elementos triangulares en el borde de la corona, el Ioros cruzado, el globo con cruz en la mano derecha, cetro tocado con una cruz en la izquierda” (Grabar, 1998, p. 148). A estos símbolos del poder real debemos que vestía la clámide y caminaba sobre alfombras o pisos de pórfido rojo, indicadores estos del carácter universalista de la basileus. Su atavío, postura y riquezas transmitían un sentido de majestad y de poder. “Parece que el emperador siente la necesidad de enfatizar la intervención de Cristo, creando una iconografía específica a tal efecto (Aurell, 2017, p.152).

En su segundo año de gobierno personal en la ceremonia del Lunes de Pascua, la basileus ataviada con el loros –vestimenta utilizada en las celebraciones religiosas del domingo de Pascua– realizó un particular despliegue en su recorrido hacia la iglesia. Herrin (2009) y de Francisco Olmos (2008) destacan que Irene, en su lugar concurría en un caballo blanco, distribuyendo monedas entre la muchedumbre, como era tradicional entre los emperadores, realizó el recorrido en un carruaje “tirado por cuatro caballos blancos, cuyas bridas sujetaban oficiales militares de alto rango” (Herrin, 2009)

De ese modo, la basileus demostraba su dominio sobre la iglesia, imponiendo y cambiando las tradiciones pascuales; ostentaba además su autoridad por sobre las milicias que la transportaban y al mismo tiempo desplegaba su generosidad repartiendo dinero entre los espectadores. Las monedas fueron un importante instrumento de propaganda política y religiosa que exaltaban la figura de la basileus, exteriorizaban su posición de privilegio y sus atributos de poder. De hecho, al acuñarlas se forjaban mensajes que circulaban por todo el imperio y por lo tanto su presencia en toda su extensión.

Generalmente, en las monedas del siglo VIII aparecía la imagen del emperador y en la otra la de su sucesor o de sus antepasados, tal como hemos señalado anteriormente. Las monedas acuñadas por León IV, presentan al emperador y a su hijo Constantino; en el reverso los retratos de sus dos antecesores. Al morir León, Irene como regente, acuña monedas donde aparece junto a su hijo con la inscripción de “reverenciada madre y emperatriz”; mientras que en el reverso aparecen los ascendientes del joven monarca. Esta mujer representada en una moneda bizantina aparece en el reverso de las monedas con gobernantes con creencias iconoclastas.

Cuando Constantino le concede el título de coemperador a su madre, cada uno ocupa una cara de la moneda, en relación de igualdad, algo que no había sucedido con relación a una mujer, tal como menciona de Francisco Olmos (2010). También es notable que Constantino VI está retratado sin barba, lo que para los bizantinos significaba que uno era el emperador menor. Esto tenía sentido en 780 cuando era un niño, pero cuando Constantino alcanzó la mayoría de edad permanecía imberbe en las monedas, al decir de Burbaker, visualmente, seguía estando al servicio de su madre. Al coronarse como única basileus, Irene instaló su imagen en ambas caras de las monedas, simbolizando su poder absoluto y sin asociar a nadie más al trono.

Además de la iconografía, fueron importantes las acciones llevadas adelante por la basileus entre 797 y 802 dentro y fuera de sus dominios. Teófanes el Confesor señala que Irene tenía la intención de que Constantino se desposara con una hija del rey de los francos. “Habiendo llegado a un acuerdo e intercambiado juramentos, se fueron el eunuco Elissaios, que era notario, para enseñar a Erythro las letras y el idioma griegos y educarla en las costumbres del Imperio Romano”. Posteriormente, Irene rompió su compromiso con los francos y casó a su hijo con una doncella armenia. Asimismo, Theophanes en sus crónicas señala que Carlomagno pretendía casarse con Irene para, a través de este matrimonio, unir Oriente y Occidente, pero el ofrecimiento no fue consentido por la emperatriz.

Para Irene era imprescindible contar con un sostén para su gobierno, pero era imposible satisfacer los intereses y demandas de todos los actores sociales. Y si bien favoreció a sus leales iconódulos, cabe señalar que estos ya ejercían gran influencia en la ciudad y en la Corte y, de hecho, el séquito de ministros y de eunucos palatinos provenía de ese sector. El derroche, el desorden fiscal y la purga en el ejército dejaron a las tropas sin dirección ni provisiones. Las derrotas acaecidas frente a los musulmanes, fueron algunas de las consecuencias derivadas de esos hechos. “El 798, después de los triunfos logrados por los árabes bajo el califa Harun-Al-Raschid, se firmó un nuevo tratado con el Imperio bizantino, subsistiendo la cláusula del tributo” (Vasiliev, 2003, p. 277). El primer acuerdo fue suscripto mientras Irene era coemperador, y el último por ella como basileus. Independientemente de las circunstancias la basileus intervino en ambos tratados, repudiados por el encargado de pagarlo: el pueblo. Esto derivó, según Herrin (2000), en un aumento de gastos que no redundaron en beneficio de la población, solo en las arcas de estos grupos privilegiados. Estas circunstancias, unidas al agotamiento de las reservas, el deterioro y peligros en las fronteras provocó que incluso sus ministros y los iconódulos dejaran de apoyarla17. La consecuencia inmediata fue un golpe de palacio de 802 que apartó del poder a la basileus.

El levantamiento contra Irene fue promovido por Nicéforo I quien, según fuentes orientales, era de origen árabe y ostentaba un elevado puesto dentro de la administración del Imperio. Esta sublevación fue particular porque generalmente las insurrecciones eran dirigidas por las milicias y no por los burócratas de palacio. Una vez que el Gran Tesorero de la Corte tomó el poder, instó a Irene a entregarle todos los tesoros imperiales y ordenó su destierro a la isla de los Príncipes. “Siendo consciente de que todos los hombres estaban molestos por él y temiendo que, recordando las liberalidades de la piadosa Irene, deben invitarla nuevamente a asumir el poder, en el mes de noviembre, mientras un invierno severo estaba sobre la tierra, el despiadado hombre, en lugar de compadecerla, la desterró a la isla de Lesbos y ordenó que fuera custodiada de forma segura y que no recibiera visitas de ningún tipo.

Irene murió en el exilio, en 802 y posteriormente su cuerpo fue trasladado a la iglesia de los Santos Apóstoles en Constantinopla, destinada exclusivamente al descanso eterno de los emperadores18. Con los debidos honores y joyas –incluida su corona– Irene descansaba en el sitio que le correspondía y por el que había luchado. Las tumbas que allí se encontraban fueron despojadas por Alejo IV Ángelo para pagar a los ejércitos de la Cuarta Cruzada, los que saquearon la iglesia dañando y destruyendo los sepulcros. Los vestigios que quedaron, fueron arrasados tras la caída de Constantinopla en 1453.

Consideraciones finales

En Bizancio, en 799, tras un golpe de palacio Irene gobernó de forma absoluta. Primero participó del poder como regente durante la minoría de edad de su hijo, más tarde compartió el mando como coemperador y finalmente se convirtió en basileus del Imperio, con todos los atributos y derechos inherentes a su condición. Para su ascenso contó con el apoyo de las fuerzas militares –las mismas que más tarde contribuyeron a su caída, con el consentimiento del Senado –que aceptó su proclamación como basileus– y con el respaldo del pueblo –dividido hacia el interior por cuestiones religiosas. Hay que considerar en su ascensión, la relación entre la conformación de la autoridad imperial y el fortalecimiento de la Iglesia iconódula, por cuanto a través de la estrecha relación entre ambas pudo asegurar y conservar su poder.

Se valió de los rituales ancestrales, de las relaciones diplomáticas y de la acuñación de monedas como instrumentos de autoafirmación; la construcción de santuarios y la convocatoria al Concilio de Nicea, también forjaron su ascenso y la consolidación en el poder. Para ratificar sus indubitables intenciones y su legitimidad, Irene ejerció el poder con el título de emperador o basileus (no de basilesa) tal como los ritos y las políticas imperiales lo establecían. Si debía gobernar un basileus, ella lo sería. Y si bien el Papa y el rey de los francos consideraban que no correspondía que una mujer ejerciera el poder, sus súbditos no manifestaron oposición alguna, particularmente porque se cumplieron con los ritos y prácticas al momento de su ascensión. De hecho, cuando fue depuesta, los cuestionamientos no versaban sobre su legitimidad en el trono, sino con el malestar general de la población debido a la situación económica.

Las acciones llevadas adelante por Irene no eran novedosas, porque brindar atenciones y prebendas en busca de apoyo, imponer castigos y mutilaciones a los enemigos, acudir a los territorios conquistados, repartir dinero entre el pueblo, conspirar con el ejército y codiciar el poder, eran prácticas usuales, estimadas e inherentes a la condición masculina. Sin embargo, Irene tenía ambiciones, capacidades y destrezas poco apropiadas para una mujer. Ser una madre amorosa y una dama sumisa hubiera sido más que suficiente para alguien de su rango y posición social.

Notas

  1. de Francisco Olmos (2013) menciona que Irene nació en una familia oscura y fue su belleza la que llamó la atención del heredero del trono, con quien se casó en noviembre de 768. Aguado menciona que provenía de una familia muy rica y tradicional, con gran influencia en la región.
  2. Irene –por protocolo– lo presenció desde lo alto ya que las emperatrices no asistían a los banquetes, ni a los cortejos públicos, excepto al Hipódromo. A partir del siglo XI se modificaron las restricciones y aumentando su papel público.
  3. En el siglo VI los judíos comenzaron una interpretación más estricta de las Escrituras, al tiempo que se oponían al uso de imágenes religiosas y representaciones humanas en sus sinagogas.
  4. El Corán expresa advertencias sobre la abominación de los ídolos y el uso de las imágenes.
  5. Estas tradiciones artísticas contribuyeron al florecimiento del arte bizantino que incluyó la pintura, tallas de marfil, manuscritos, mosaicos y frescos.
  6. Ante la negativa del Patriarca en aprobar el edicto que prohibía la adoración de los iconos, Constantino V convocó al consejo supremo y allí destituyó al Patriarca. El edicto se aprobó e instauró una práctica que permitía que el Emperador controlara la elección de los patriarcas y presidiera los Concilios. Esta solución fue adoptada por otros gobernantes en Bizancio.
  7. Simeón en el siglo X, afirmó que la esposa de León IV era una partidaria secreta de los íconos; cuando León IV descubrió dos iconos debajo de su almohada, se supone que dejó de tener "relaciones maritales" con ella.
  8. En 751 el Papa solicitó apoyo a Constantinopla ante el asedio de los lombardos, sin obtener respuesta alguna, requirió el auxilio de los francos. Es aquí donde se produce una inflexión en las relaciones entre Roma y Bizancio, cuando la primera, deja de reconocer la autoridad imperial y su política eclesiásticas.
  9. El argumento de que la veneración de imágenes estaba autorizada por la tradición no era del todo cierto porque esta práctica se generalizó en los prolegómenos del siglo VII.
  10. La vuelta definitiva a la iconodulia se produjo en 843 gracias a las acciones llevadas adelante por la regente Teodora. Desde entonces la Iglesia Ortodoxa celebra el primer domingo de Cuaresma una festividad que recuerda el papel de las emperatrices Irene y Teodora en la veneración de las imágenes.
  11. Haldon (2010) es uno de los autores que señala lo esencial era la lealtad al emperador y a sus sucesores, independientemente de sus intenciones religiosas.
  12. Mientras Irene era regente de su hijo se acuñaron monedas con las imágenes de ambos en el anverso “ella con el título de “reverenciada madre y emperatriz”.
  13. Provocó un gran escándalo al anunciar el divorcio de su mujer (obligándola a convertirse en monja). Su posterior matrimonio con una sirvienta de palacio, abrió una división entre los eclesiásticos, especialmente al amenazar al Patriarca de Constantinopla con reestablecer iconoclastia sino accedía celebrar su nuevo matrimonio.
  14. El título imperial de Carlomagno no perduró, disgregó y el título pasó a manos de detentadores ocasionales.
  15. Vasiliev sostiene que Carlomagno entabló tratos con Irene para casarse son ella, pero las propuestas matrimoniales quedaron sin efecto cuando fue destronada y desterrada.
  16. A partir de la derrota de los persas en el siglo VII, los monarcas bizantinos comenzaron a usar ese título: basileus (emperador) y aunque desde el siglo IX se lo aplicó también en Occidente a partir de la coronación del “emperador de los romanos”, Carlomagno. La basileus Irene se negaba a reconocer a otros monarcas, a los que llamaba reyes.
  17. Entre ellos se encontraba Tarasio, a quien Irene había ascendido a Patriarca en ocasión del Concilio de Nicea II.
  18. Constantino fue el primero de los emperadores en ser enterrado allí y fue demolido después de la conquista otomana de la ciudad debido a sus condiciones ruinosas en que se hallaba.

Referencias

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