Political uses of fear in times of pandemic: Venezuela 21st century
Frédérique Langue
frederique.langue@cnrs.fr
CNRS-IHTP
Cuestionada en sus principios, aunque inicialmente más temida por sus efectos políticos que mortíferos, la pandemia del siglo xxi puso de relieve no pocas desigualdades en el orden económico y social; a la par que evidenció fallas e incertidumbres para los gobiernos democráticos. Asimismo, desató una suerte de “contagio emocional” otrora relegado con el miedo a las epidemias en los archivos de la historia. Para otros, en cambio, se acrecentó la deriva autoritaria y represiva en una coyuntura de cierre de fronteras y, por lo tanto, de relativa despreocupación por los derechos humanos. Este estudio analiza la manera como, en Venezuela, en un contexto de crisis humanitaria, los usos políticos del miedo se hicieron aún más realidad.
Questioned in its principles, although initially more feared for its political effects than for its fatal ones, the pandemic of the 21st century not only highlighted a series of inequalities in the economic and social sphere; it revealed at the same time flaws and uncertainties for democratic governments. It also unleashed a kind of "emotional contagion" once relegated with fear of epidemics in the archives of history. For others, conversely, the authoritarian and repressive drift increased in a situation of border closure and therefore relative disregard for human rights. This essay deals with how, in Venezuela, the political uses of fear became even more real in a context of humanitarian crisis.
Historia del tiempo presente, Pandemia, Derechos humanos, Represión, Venezuela
History of present time, Pandemic, Human rights, Repression, Venezuela
No es tan frecuente, para un/a historiador/a del tiempo presente, por más que esté acostumbrado/a a lidiar con una actualidad muy a menudo distorsionada por los medios de comunicación o ideologías de cuño autoritario encontrarse inmerso/a en la “última catástrofe” del siglo. Tanto en Europa como en América Latina, la crisis sanitaria que se desató en los primeros meses del 2020 trajo consigo muestras de incredulidad ante la magnitud y el alcance global de la misma. En los primeros momentos, el escepticismo junto a la interpretación asentada en la “invención” de una epidemia (Agamben, 2020) buscó contrarrestar el “contagio emocional” que algunos filósofos de las ciencias o especialistas de la historia ambiental recordaron a ciencia cierta (Moscoso, 2020), antes de que las medidas extremas tomadas por países no afectos precisamente a la democracia liberal cambiaran abruptamente el rumbo del análisis.
La historia de las epidemias, y en un sentido lato, de las catástrofes, rebosa de consideraciones acerca de las representaciones sociales de este tipo de acontecimiento, de sus consecuencias e instrumentalizaciones políticas y sociales, así como de su percepción tanto a un nivel colectivo como individual; siendo éste claramente exacerbado por el impacto de las NTIC y de las redes sociales. La misma historia de las epidemias es incluso altamente reveladora de los miedos que alberga el Occidente una ruptura brutal, repentina, aunque colectiva con lo cotidiano que la convierte en catástrofe (Delumeau, 1978). Ahora bien, la “ultima catástrofe” (Rousso, 2012), obra a la vez sintética y visionaria, define precisamente esta epistemología de la historia del tiempo presente en la que el historiador es testigo de su propio tiempo trágico. De ahí el hecho de que la actual pandemia amerite unas cuantas observaciones a la hora de vislumbrar un futuro cercano y posiblemente, no tan feliz como el periodo anterior y en todo caso distinto por más que no se trate necesariamente de una guerra como lo asestó el presidente galo (sic). Desigualdades sociales acentuadas, muestras de solidaridad, pero también de lo peor del género humano; instrumento de represión política, la expansión globalizada del Covid-19 habrá hecho más que desintegrar unos sistemas económicos basados en una despiadada rentabilidad y evidenciar la destrucción de la biodiversidad y del medio ambiente. Habrá abierto posiblemente una nueva fase en la cambiante genealogía de los sistemas políticos en el siglo xxi y de la participación del “común” en la gestión del porvenir, en una coyuntura de incertidumbre prolongada y antes, de “giro emocional” hacia la conformación de “comunidades emocionales” que adquieren una visibilidad en contextos de crisis en que la praxis de las ciencias sociales adquiere especial pertinencia (Zaragoza, Moscoso, 2017; Ginsburg, 2020).
Ahora bien, más allá del manejo de las cifras y estadísticas, incluso a nivel de las organizaciones multilaterales, parece ser que la pandemia haya sido una metáfora si no una aliada inesperada y el instrumento ideal de regímenes autoritarios o dictaduras, amén de las restricciones impuestas a las comunicaciones/circulación de las informaciones en un mundo globalizado y de una suerte de resurgimiento de la tentación nacionalista con motivo del cierre de fronteras. Se han mencionado. aunque con recelos o a desganas, los ejemplos de China, de Vietnam, las inconsecuencias de mandatarios (latino)americanos (de Trump a Bolsonaro) sin profundizar mayormente en esa capa de silencio que se abatió abrumadoramente en otros lares sobre opositores, “discrepantes” de oficio o no, o simplemente gente del común, en una distopía comúnmente admitida en las democracias occidentales así como en las “democraturas”. Del estado de emergencia, si no de excepción, como norma y de ese nuevo golpe a los derechos humanos y al pensamiento crítico, la evolución reciente de Venezuela constituye una ilustración cuasi perfecta.
En una entrevista que le hizo a Edgard Morin el Journal del CNRS, el filósofo recogió una serie de verdades (¿evidencias?) respecto al papel de la ciencia, de su complejidad y necesarias controversias. Puntualizó que la falta de certezas acerca del Covid-19 (naturaleza, origen, letalidad…) tiene como consecuencia el hecho de que la mayor característica de la situación sanitaria es la incertidumbre. Más aún: nos toca aprender a vivir con estas incertidumbres y mediante esta crisis, al revés de lo que nos ha sido inculcado por la “civilización”. La experiencia de sabiduría, o simplemente del vivir, que se derivaría de experiencias similares o acontecimientos históricos traumáticos y ahora una crisis globalizada arraigada en una “política neoliberal nociva” y una globalización tecno-económica (globalización que muy a menudo se responsabilizó de las epidemias en el pasado cf. gripe española), lo lleva a fundar su filosofía en estas palabras: “espérate a que surja lo imprevisto”. Subraya la “necesidad de desintoxicarse de esa cultura industrial”, de comprobar nuevamente qué es lo esencial, o sea las relaciones humanas y la solidaridad muy alejada de los miedos identitarios de los pueblos (Morin, 2020a).
En otras entrevistas, aborda los “desafíos post-Corona”, con motivo de la publicación de un libro de reflexión: un desafío existencial, de la crisis política y de la democracia, un desafío ecológico y económico, otro relacionado con una mundialización cuestionada, dicho de otra forma, ese “destino común” del que nos olvidamos, etc., y, finalmente, la necesidad de cambiar de rumbo … La esperanza no está para nada ausente de estas consideraciones, al contrario. Ahora bien, el filósofo no descarta el riesgo de “regresiones”, en relación precisamente con el cuestionamiento de las democracias que se viene observando desde hace unos veinte años. Menciona a unos “regímenes neoautoritarios o a jefes de Estado demagogos” (Estados Unidos, Brasil). Por haber vivido las consecuencias de la Gran Crisis de 1929-30 (que trajo movimientos como el New Deal o el Frente popular en Francia, pero también a Hitler, Franco y la guerra), subraya asimismo los peligros que encierra este proceso regresivo, que encontramos también en Europa (señalaba el ejemplo de Hungría) en la medida en que estas crisis “valoran tanto la imaginación creadora como el miedo, el repliegue o ensimismamiento y la búsqueda de culpables, de chivos expiatorios”. De acuerdo con E. Morin, las angustias que existían antes del virus, en un mundo europeo que se había olvidado de ellas, no pueden sino reforzarse, por resultar algo en desuso la promesa del progreso. Al salir de esta coyuntura, cabría por lo tanto sacar lecciones cuestionando el neoliberalismo, contrarrestando el desastre ecológico y reconsiderando los servicios públicos para preservar un destino común (Morin, 2020b-c).
La crisis, como momento estratégico, propiciaría por lo tanto la apertura de “nuevos posibles”, ajenos a la alienación, en pro de una mayor lucidez, de otras oportunidades “favorables” tales las puntualizó otro filósofo, François Jullien, desde el concepto chino de weiji (oportunidad/peligro). Fue precisamente lo que hizo el gobierno chino, después de haber negado la verdad y luego la responsabilidad de la pandemia (por denuesto ideológico) y después, de haber revertido la tendencia a su favor: “el poder autoritario que hoy en día dirige China ha sabido revertir esta negatividad en su beneficio propio, tanto en el plan interior como exterior”. No está comprobado por ahora que Europa, tal como se creó al finalizar la guerra, esté en condiciones de movilizarse y de divisar oportunidades nuevas, y menos todavía ante el resurgimiento de los nacionalismos y la afirmación de los imperios nuevos, aunque esta “segunda vida” sigue siendo uno de los horizontes posibles (Jullien 2020).
En estas condiciones, y ante la reflexión sesudamente llevada a cabo por filósofos y sociólogos, uno no puede sino experimentar la necesidad de volver al concepto de “biopoder” y especialmente de “biopolítica”, forjado por Foucault en el primer volumen de su Historia de la sexualidad, como categoría de análisis discutida por cierto aunque comúnmente utilizada por varias ciencias sociales para designar la evolución histórica y racional de las políticas de salud pública en el tiempo largo teniendo en cuenta la noción de riesgo (sería tan sólo un término descriptivo, expresivo de las tecnologías liberales de gobierno en las propiedades biológicas de los sujetos) pero también —y es la acepción que más nos interesa aquí— para referirse a las tecnologías implementadas por el Estado con fines de control social, tanto a nivel de los individuos, de los agentes sociales como de las poblaciones (Bossi & Briatte, 2011).
No nos corresponde aquí ofrecer una discusión acerca del concepto en tiempos de pandemia. Ahora bien, más que una “verdadera política de la vida” y por encontrarse en la confluencia de la moral y de la política, la biopolítica resultó ser, en efecto, un gobierno de las poblaciones, de las conductas y de las prácticas; dejando escapar de nuestro sistema de valores lo que se puede considerar como la vida misma, en un proceder ambiguo que conlleva razón humanitaria y decisión política. De hecho, la pandemia trajo consigo un achicamiento de nuestra visión del mundo. Considerando las medidas draconianas implementadas por los estados para contener la pandemia, medidas derivadas en gran parte de su impreparación pese a los antecedentes históricos de hace… siglos, E. Fassin insiste en el hecho de que se les cobró a los ciudadanos el tiempo perdido por sus gobernantes, destacando la “sustitución de una fallida prevención por una suerte de policía sanitaria con un confinamiento rigurosamente controlado”, junto a la interrupción brutal de la actividad económica. Este sacrificio inédito que “fundado en una suspensión parcial y dependiendo de los contextos del Estado de derecho”, más allá de las restricciones puestas a la hora de manifestar o de protestar, o del simple derecho a morir en dignidad, es un panorama devenido en crisis económica y social (paro, austeridad por venir). Van aumentando desigualdades y vulnerabilidades ante la vida misma (caso de los migrantes, la cuestión humanitaria en general), y más en contextos de fragilidad económica y de debilitamiento del Estado social e incluso de lógica managerial de la salud pública (Fassin, 2006 & 2020).
La cuestión de la excepcionalidad de las medidas impuestas —y aceptadas por la gran mayoría de las poblaciones pese al sufrimiento que conlleva en muchos aspectos— nos lleva de nuevo a la problemática de G. Agamben, no tanto acerca de la epidemia como “pretexto ideal”, sino del manejo de las emociones que encierra; dicho de otra forma, del “estado de miedo difuso”, en las conciencias individuales pero que respaldaría un estado de pánico colectivo. Miedo, terror, pánico, sendas emociones fundamentalmente negativas amplificadas por la rutina informativa (por no decir el exceso de “informaciones emocionales”) de los medios de comunicación y el encierro se convirtieron durante la fase álgida de la epidemia en constantes de no pocas vidas particulares si no colectivas aunque por procuración/virtuales y por lo tanto “contagio emocional”, cuyo papel mimético pero también de “adaptación” no hay que descartar aunque sea tratándose de emociones negativas. De suerte que, en un círculo vicioso, la limitación de la libertad impuesta por los gobiernos termina aceptada con base a un deseo de seguridad inducido por los mismos gobiernos que lo van a satisfacer (Haag, 2019; Agamben, 2020).
La retórica de la excepcionalidad, al promover el miedo generalizado (y su derivación en términos de contagio emocional), y la instrumentalización de la pandemia como principio de gobierno no es otra en los regímenes autoritarios y represivos, cuyo elenco se reveló y se extendió incluso durante la pandemia. La biopolítica en la acepción que nos interesa aquí lleva además a la cuestión de la gestión médica por parte del Estado (relativa a demografía o asistencia sanitaria) de modo que “puede comprenderse aquí la biopolítica especialmente como una estatización de lo biológico, tanto del cuerpo individual de los sujetos como de las condiciones biológicas de la población”, participando por lo tanto de una nueva racionalidad política: el biopoder se ejerce sobre la población, a través de reglamentos, decretos y regulaciones. Se convierte, si no era el caso antes, en un poder de gestionar si no de vulnerar la vida que no es propio de los gobiernos liberales. La crisis humanitaria que se está desatando en Venezuela desde varios años, cobrándose vidas y esperanzas, encaja también en este rubro, amplificada por la ingeniería ideológica del régimen (Foucault, 2007; Salinas Araya, 2007; y Haag, 2019, Langue, 2020).
Lo mismo que la historia de las epidemias en el mundo occidental —una historia en el tiempo largo de las enfermedades infecciosas, si consideramos las “pestes” temidas antes de nuestra modernidad y las amenazas que perduran hoy en día— dio lugar a una nutrida y apasionante historiografía (Bourdelais, 2003), la historia de los desastres o catástrofes como se les quiera llamar tiene en Venezuela su genealogía propia. No carece de interés tomarla en cuenta para comprender mejor el proceso en curso en el país antes de que empezara la pandemia. De igual manera, es imprescindible recordar, siguiendo a Rogelio Altez, que los desastres son el producto de las interacciones humanas con la naturaleza:
Los desastres representan la cristalización de procesos sociales, históricos, materiales y simbólicos. Son el producto de relaciones humanas establecidas con la naturaleza y sus fenómenos, o bien de relaciones entre sociedades (…) Esto permite comprender que los desastres no son naturales, y que nada tienen que ver los fenómenos con las destrucciones que se suceden a su paso. Los resultados eventualmente catastróficos a la vuelta de terremotos o huracanes, por ejemplo, provienen de procesos humanos, de convivencias equívocas con la regularidad de la naturaleza, de la ausencia de memorias colectivas asertivas, o bien de decisiones vinculadas con la satisfacción de intereses que optan por dar la espalda a la prevención (Altez, 2020a).
Ahora, y bien lejos del origen asiático de la pandemia, ésta aparece a todas luces como un (otro) instrumento ideal de control social y sobre el mero derecho a la vida, siendo éste amenazado por el aparato represivo del régimen y su “ingeniería ideológica” desde la presidencia de H. Chávez, dentro de la militarización del mismo: como lo subraya también R. Altez, “En la Venezuela bolivariana, al otro lado del planeta, entre un gobierno ilegítimo y otro imaginario, el autoritarismo de los carteles no presagia nada beneficioso ante la amenaza del Covid-19”. Otras dimensiones que llaman reiteradamente la atención en estos tiempos de pandemia —así en América Latina— son sin lugar a dudas el auge del nacionalismo, del presidencialismo y, posiblemente, del militarismo en la gestión de la crisis sanitaria por los Estados (Altez 2020a, Langue, 2020, 2017, Malamud-Núñez, 2020).
Ante cualquier tipo de catástrofe o desastre, y más si se trata de una amenaza global (de hecho, es la primera vez que se registra un hecho de esa magnitud, con excepción de la gripe española de 1918-19), el contexto en que se desenvuelve resulta fundamental, junto a la memoria que de los referidos desastres se pueda tener. En Venezuela, la pandemia sobrevino en un contexto de extremada crisis político-social, en un contexto de por sí movido e incierto al que se aúne una crisis humanitaria de gran magnitud. De acuerdo con las cifras de la ONU y de varias ONGs, más de 5 millones de personas se han ido del país, en el exilio. La “Encuesta de Condiciones de Vida 2019-2020” realizada por la Universidad Católica Andrés Bello (UCAB), sitúa al país entre los más pobres e inestables del mundo. Con una economía destruida, confrontada al desabastecimiento (comida, medicamentos y gasolina), a los cortes de luz y agua, a la hiperinflación y al colapso de la producción petrolera, Venezuela sería incluso el segundo más pobre y desigual del continente: el 96% de los hogares vive en situación de pobreza y casi el 80% de extrema pobreza. la represión se ha convertido en la principal seña de identidad de la dictadura chavo-madurista (Michelle Bachelet ante la ONU) (Malamud, 2020). A diferencia de los desastres naturales, la naturaleza global de la pandemia y la capacidad de adaptación/mutación del Covid-19 hacen impredecibles los meses por venir, y más en una sociedad golpeada, donde la salud ya no forma parte de los derechos garantizados por el régimen. Dicho de otra forma, la sociedad venezolana de hoy se caracteriza por una mayor vulnerabilidad, aparte de la incertidumbre que se cierne sobre la evolución no sólo de la pandemia, sino de sus efectos a nivel de los Estados y de sus ciudadanos.
El concepto de vulnerabilidad, en su vertiente más visible o no (tiene que ver con las estructuras subyacentes de las sociedades y con la cristalización de determinados procesos históricos en el tiempo largo), resulta de gran interés a la hora de considerar la respuesta que se le da a un desastre de este alcance. En efecto, el papel de la propaganda, que se ha subrayado en el caso de China o de Rusia — y de la efectividad de los regímenes autoritarios para circunscribir la epidemia — tiene entre otros propósitos minorar la responsabilidad y propiciar la difusión de ideologías. El episodio de la llegada de los salvadores cubanos a Italia, dicho de otra forma, de los médicos cubanos ya cuestionados por su formación en América Latina y especialmente en Venezuela “dice más de las condiciones de vulnerabilidad de ese país que de la prestancia y beneficio que estos médicos puedan aportar” (Altez, 2020b & 2016, 454-455). Otro tanto podría decirse de la contratación de médicos cubanos para Martinica y la Guyana francesa, una discusión pasada por alto por los medios de comunicación, salvo contadas excepciones (Gylden, 2020).
La inestabilidad y la variabilidad del contexto, la superposición de crisis (económica, política, social, humanitaria) hace muy a menudo que no se conserve alguna que otra memoria de esa coyuntura. Las epidemias no siempre suelen marcar duraderamente los imaginarios sociales, por más que sean una constante en la historia de cualquier país. Esto demuestra además que la perspectiva médico-biológica no es la única en la comprensión de las epidemias. Para Venezuela, la lista es larga, y se remonta al periodo de colonización y de los primeros intercambios, dicho de otra forma, al siglo xvi, aunque sigue siendo escasa la información disponible sobre el particular. Durante el periodo colonial y el siglo xix, y al igual que en el conjunto de América española, los brotes epidémicos se dieron con regularidad, bajo la denominación de calenturas, pestes y otras fiebres, viruela (en entre los años 1763 y 1769, o en 1898 en Valencia), cólera (1854 a 1856), tosferina, sarampión, peste bubónica en la Guaira a finales del siglo xix, y más aún la malaria/paludismo, siendo la más mortífera la pandemia gripal de 1918 (se cobró 25.000 muertos) antes de que la higiene y la acción de los organismos públicos en materia de salud erradique la mayoría de estas enfermedades o controle su propagación (ejemplo de la fiebre amarilla). Muy a menudo, las epidemias fueron objeto de interpretaciones en la época moderna y hasta en el siglo xix, en el sentido de que, al igual que otros desastres como los terremotos, aparecieron como castigos divinos, siendo el encierro o la reclusión, en estas condiciones, un remedio más llevadero que la muerte (Diccionario Polar, 1988, t.2, 68-69).
Entre los factores de vulnerabilidad que favorecen la extensión de la actual pandemia, las migraciones, o sea el conflicto social que empujó a muchos venezolanos a salir del país, desempeñan un papel clave.
La COVID-19 es un desastre global, (…) pero sus efectos son heterogéneos y dependen de las condiciones de cada país, en Venezuela, con una convulsión política y social, sus efectos están por verse (Altez, 2020b).
Habida cuenta de la crisis humanitaria que antecedió la actual pandemia y de circunstancias internas que imposibilitan tener estadísticas fiables, la evolución de la situación en el país resulta de lo más impredecible. Respecto a las cifras, el desfase en la transmisión del COVID-19 en todo el continente americano, y unas cifras menores a las de otros países vecinos, caracteriza por ahora la situación en Venezuela. No significa sin embargo que el país quede al margen de la pandemia, sino que, de hecho, había quedado ya aislado en el escenario internacional antes de que llegara la pandemia (suspensión de los vuelos internacionales entre otros factores, antes de que el gobierno decretara la misma medida para luchar contra el Covid, con la restricción de vuelos comerciales y que esta disposición se prolongara hasta mediados de agosto de 2020). La deuda del país para con las compañías internacionales, la inseguridad del sistema aeroportuario y del mismo país, amén de los roces diplomáticos especialmente con Estados Unidos llevaron a que, a partir de 2014, Venezuela se aislara paulatinamente (La Vanguardia, 2017, Venezuela se queda sin vuelos…; El País, 2019, American Airlines…).
Ahora bien, el gobierno de Nicolás Maduro decretó tempranamente una “cuarentena total” a partir del 17 de marzo, sin que se registrara oficialmente ningún fallecido. Esta premura, motivada sin lugar a dudas por la situación catastrófica de otros países como Ecuador (Cf. las imágenes de los muertos por las calles Guayaquil que antecedieron las cuarentenas en muchos países), y como medio de reforzar el control social sobre una población hambrienta y displicente, desembocó en el “modelo venezolano” anunciado el 5 de junio, como lo llamó el presidente, modelo que iba a “derrotar” al virus. Venezuela terminó estableciendo una inusual cuarentena intermitente, conocida como el sistema 7-7, en la que se alternan las restricciones con la relajación de las medidas (siete días de trabajo seguidos de siete días de cuarentena, esto pese a la ausencia de pruebas fiables), y con “distintos niveles de flexibilización” (para que ciertos sectores económicos puedan asegurar una actividad mínima) y, a la inversa, fases más radicales sin que las bases científicas de esta decisión hayan sido explicitadas. Desde que se implantó el nuevo modelo de cuarentena, el número de infecciones reportadas no ha hecho más que aumentar. El país se enfrenta al coronavirus después de años de una grave crisis que ha golpeado tanto su economía como su sistema sanitario y los centros médicos o de ayuda a la población. De hecho, la Organización Panamericana de la Salud lo considera uno de los países de América Latina más vulnerables frente a la pandemia. Recordemos que más de un 53% de los hospitales no disponen de mascarillas. La escasez de medicamentos y la falta de agua en muchos centros hospitalarios y de forma general para la población ha sido denunciada hace tiempo por el personal de salud y los medios de comunicación. Otra causa de vulnerabilidad, la comida también falta, como lo resalta BBC Mundo: “de acuerdo con el Programa Mundial de Alimentos de Naciones Unidas, un tercio de la población venezolana se encuentra en situación de inseguridad alimentaria” (Coronavirus en Venezuela, BBC Mundo 2020).
Para finales de julio, en un país casi paralizado (sin posibilidad de importar o producir gasolina, incluso en la capital ante la salida de compañías petroleras, siendo la última la rusa Rosnef), un informe oficial establecía en 17.000 el número de contagios y 156 muertos los por Covid-19. Este dato fue dado a conocer en condiciones de “opacidad de la información” ampliamente reportadas por los medios de comunicación, por lo menos fuera del país, mientras las modalidades de la cuarentena poco tuvieron que ver con los avances de la medicina. Se reportaron malos tratos, amedrentamiento, censura y represión en contra de líderes políticos, personal de salud y periodistas. Médicos y enfermeras no cuentan con los equipos de protección necesarios y sólo un 9% de los hospitales venezolanos tienen agua de forma continua. Varios periodistas y médicos arriesgaron su vida (varios periodistas fueron detenidos, así como Darvinson Rojas, con un total de 18 a finales de abril, o desaparecidos) con sólo denunciar esta situación. Entre el 16 de marzo, cuando entró en vigor el estado de alarma, y el 20 de abril, se contabilizaron 130 violaciones a la libertad de expresión. En el mes de abril también varios médicos fueron detenidos, y otro dijo tener que salir del país “por miedo”. En mayo, la Academia de de ciencias de Venezuela rechazó las persecuciones en su contra, denunció las amenazas del Presidente de la Asamblea Nacional Diosdado Cabello, e instó a reaccionar en un informe que ubica el pico de la epidemia entre junio y septiembre, con entre 1.000 y 4.000 nuevos casos diarios. En las calles, la Guardia Nacional persigue a las personas que han salido en busca de sustento o trabajo, como ha sucedido con vendedores informales, retenidos en la calle, sentados (y maltratados) al sol durante horas para escuchar las diatribas de los militares asegurando que "estaban detenidos para protegerlos de la COVID-19". O también indígenas protestando por conseguir agua potable y alimentos (los Wayuu de La Guajira o también cerca de la frontera con Brasil). Ahora, para el mes de abril, se registraron 150 protestas para pedir alimentos, y 464 reclamando también el acceso a lo servicios básicos (agua, gas, electricidad) y medicamentos. Como lo subraya Transparencia Venezuela,
La llamada “Ley del Odio, por la Convivencia Pacífica y la Tolerancia” se ha convertido en la principal herramienta para justificar acciones de amedrentamiento, persecución judicial, amenazas y presiones que pretenden silenciar “voces incómodas”, y acallar las demandas de una población agobiada por la crisis económica, agravada ahora por la pandemia (The New York Times, 14/4/2020; Venezuela supera 17.000 contagios…, 2020; Academia de ciencias… 2020; Amnesty International, 2020, Coronavirus en Venezuela 2020 a-b, BBC Mundo; Prensa en Venezuela: Pandemia, censura, represión y criminalización de la protesta | Transparencia Venezuela, 2020).
Sin embargo, lo más significativo quizás radique en el “ensayo”, como lo llama Paula Vázquez, de la denominada Plataforma Patria, para utilizarla con otros fines, especialmente por lo que respecta a los datos de salud. El vicepresidente Jorge Rodríguez mencionó en efecto la necesidad de radicalizar el confinamiento, y de registrar a quienes presenten síntomas, visitarlos y aplicarles la prueba. Poco se dijo sin embargo acerca de las condiciones de la cuarentena (casa, lugares dedicados, hoteles…). En cambio, los mensajes gubernamentales dejaron claro que los casos de coronavirus serían registrados en la misma plataforma informática que la del carné de la patria, cruzando datos sanitarios con datos personales y políticos. Hay que recordar que el carné de la patria fue creado en 2016 por N. Maduro. Este documento de identidad de Venezuela incluye un código QR único personalizado — lo desarrolló la compañía china ZTE Corporation, por resultar muy costosas las tarjeras RFID cubanas —, tiene como finalidad saber si el titular ha votado en elecciones (sirve para votar, sustituyendo la anterior cédula de identidad). Asimismo, “facilita” el funcionamiento de los programas sociales (“misiones”) y de los comités locales de abastecimiento y producción (CLAP). Dicho de otra forma, quienes se resistan a este censo gubernamental, a la “carnetización,” no podrán tener acceso a la distribución de alimentos (un “canje de hambre por votos” según el escritor Leonardo Padrón). Tampoco podrán comprar gasolina a precios subsidiados o acceder a servicios médicos e incluso quimioterapias, como lo señaló en 2018 el secretario general de la Organización de Estados Americanos, Luis Almagro. Esta situación fue denunciada en los mismos términos por partidos de oposición y el PCV (Vázquez, 2020 ; La crítica de L. Padrón, 2017 ; El mensaje de Luis Almagro, 2018):
Las estadísticas de salud se politizaron completamente, como en Cuba. Esa experticia médica está hoy asediada, censurada y condenada al silencio. Trabaja casi en la clandestinidad, con miedo. Recordemos cómo los gobiernos de Chávez y Maduro manejaron todas las epidemias precedentes que han afectado al país en los últimos años: zika, chikungunya, dengue y paludismo son sinónimos de secreto, ocultamiento y opacidad. Por eso creerle al gobierno actual es muy difícil (Vázquez, 2020).
Junto al sistema sanitario deficiente, otro reto lo constituyen los emigrados; mientras el coronavirus se extiende en Venezuela, el gobierno culpa repetidamente a los refugiados o exiliados que intentan regresar al país, entre ellos muchos trabajadores informales viviendo en condiciones pésimas. La respuesta oficial fue el cierre de las fronteras, o, en el mejor de los casos, el establecimiento de unos escasos cupos de acceso que impiden a la mayoría entrar de nuevo en el país (y solo después de someterse a un aislamiento en condiciones poco adecuadas si no peligrosas para la salud de los interesados). La “criminalización” de los emigrados fue la respuesta oficial más contundente: el mismo presidente Maduro estigmatizó a los “trocheros criminales” — las trochas son las vías de entrada clandestina al territorio venezolano—, o sea a los 60.000 venezolanos quienes han retornado a su país de esta forma, y sin someterse a la cuarentena. Asimismo, consideró que Venezuela estaba sufriendo "una invasión" de coronavirus desde Colombia, cuando se registraban entonces 9.000 contagios en Venezuela. Acusó al presidente colombiano, Iván Duque, de impulsar el retorno de los emigrados para contaminar a Venezuela con el "virus colombiano". De forma más general, fueron las víctimas de la enfermedad quienes terminaron “criminalizadas”: los médicos llegaron a denunciar no sólo la falta de pruebas y de información al público sino también esta forma de exclusión en un país con hambre, de hospitales sin insumos, ni jabón para lavarse las manos, sin agua… (Coronavirus en Venezuela, BBC Mundo, 29/6/2020; Maduro dice… Agencia Efe, 12/7/2020; Mientras el coronavirus explota en Venezuela, 2020).
“Es el momento de pedir ayuda”: de nuevo, el tema recurrente de la ayuda humanitaria se impone en la actualidad venezolana mientras el régimen se prepara para las elecciones parlamentarias convocadas para el 6 de diciembre (2020). A la hora de escribir estas líneas, un infectólogo estaba pidiendo precisamente que se postergaran, cuestionando además el aislamiento en hoteles o sitios dedicados de personas asintomáticas, las medidas oficiales en un país sin electricidad, acceso a internet (y por lo tanto a la educación) o agua, hospitales sin insumos mínimos, reclama ayuda humanitaria (Es el momento de pedir ayuda…, 2020). Venezuela no es por cierto un caso único: en varios países y en contextos disímiles, la urgencia sanitaria llevó a decisiones que de hecho, restringen sobremanera las libertades públicas e individuales, el derecho a la información, mientras abren la vía a la intromisión de los gobiernos en la vida privada, limitan el control de los demás poderes públicos, perjudicando el funcionamiento de las democracias, promoviendo a unos mesías/salvadores de la patria hasta en democracias constitucionales y convirtiendo al Estado de Derecho en una ficción. La actuación más frecuente en democracias ha sido la promulgación de decretos de excepcionalidad para hacer frente a la crisis sanitaria, un “estado de emergencia” que ha sido promulgado tanto en Europa como en América Latina (15 Estados, con intervención del ejército en Perú, Brasil, Ecuador, Argentina) o Asia desde el mes de marzo. Otros declararon el “toque de queda” (Panamá, El Salvador, Ecuador o “zonas de exclusión militarizada” (Ecuador), siendo los ejemplos más perjudiciales a la libertad de expresión los de Venezuela, Nicaragua y El Salvador, ampliamente cuestionada por la comunidad internacional en este ultimo caso. En plena pandemia y radicalización de la cuarentena, el gobierno venezolano mantuvo el “desfile cívico-militar” del 4 de julio, con motivo de la celebración del 209° aniversario de la firma del Acta de la Independencia y día de la FANB (Freidenberg, 2020; Rocio San Miguel, Twitter 4/7/2020).
En el caso venezolano, los voceros internacionales aún están a la espera de una solución a la no tan nueva emergencia humanitaria (crisis humanitaria y colapso del sistema de salud), pidiendo una respuesta liderada por la ONU. Sin embargo, la “tormenta perfecta” desatada in situ por el coronavirus no parece influir en la política gubernamental y sobre todo en la negativa a la llegada de una ayuda humanitaria que lleva años enfrentando al Gobierno y a la oposición. Si bien los datos oficiales ubican a Venezuela entre los países con menos casos, “detrás de esos números hay un sistema sanitario sin capacidad de detección y la habitual falta de transparencia del régimen chavista”. Además, el control de la “cuarentena bolivariana” sigue en manos de las fuerzas policiales, a las cuales los organismos de defensa de los derechos humanos, Naciones Unidas incluida, a menudo señalan como perpetradoras de abusos (policía, FAES implicada en el pasado en ejecuciones extrajudiciales, Fuerzas Armadas así como los “colectivos”, grupos armados partidarios del Gobierno) (El coronavirus desata una tormenta perfecta…, 2020). En mayo, Rocío San Miguel, jurista especializada en cuestiones militares y defensora de derechos humanos, presidenta de Control Ciudadano, señalaba que “Venezuela está expuesta a niveles alarmantes de guerra psicológica y terrorismo de Estado”, una situación dramática que el Informe de la Alta Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, Michelle Bachelet, documenta ampliamente (Rocio San Miguel…, 2020; Dramáticas las cifras…, 2020).
Estos tiempos de pandemia representan sin lugar a dudas un reto para las ciencias sociales y en mayor grado para la historia del tiempo presente. El manejo de los registros de historicidad, dicho de otra forma, de las relaciones de las sociedades a su pasado aunque sea reciente, la conformación y superposición de regímenes emocionales evidencian el papel de las emociones no sólo en la respuesta a la pandemia (en lo individual o colectivo) sino también la instrumentalización de las mismas con vistas a un mayor control social (Capdevila, Langue, 2014). Al convocar odio, resentimiento, miedo, desesperación y hasta terror, el régimen madurista ha logrado aprovechar la pandemia de Covid-19 para reforzar las modalidades de control social implementadas desde la presidencia de Chávez y, por el momento, mantenerse en el poder, junto a la cúpula militar que lo respalda (Margarita López Maya…, 2020). En una entrevista de este año, Rafael Uzcátegui destaca el contexto de precariedad, represión y abusos institucionales evidenciados como se ha señalado a través de detenciones y desapariciones políticas, dicho de otra forma, este “terrorismo de Estado”:
La cuarentena, como la vivimos ahora los venezolanos, representa un nivel soñado de control de parte del chavismo en el poder. Es un paso más allá en la fragmentación de los venezolanos. El mismo hecho de que estamos recluidos permanentemente en el espacio privado y no en el público, que es donde se construye ciudadanía, es de suma importancia en un contexto como el venezolano. La cuarentena se ha llevado de una forma que implica la estatización máxima de la vida cotidiana y el aumento de la dependencia de los apoyos estatales. Muchos de estos elementos llevan mucho tiempo sucediendo, como que los militares protagonicen la respuesta, lo cual hace poco por apoyar al sistema público hospitalario. No es una respuesta democrática, inclusiva, como en otros países con medidas de confinamiento. Y eso pone a Venezuela en una peor posición (Rafael Uzcátegui…, 2020).
La situación de Venezuela dista de propiciar a mediano plazo una salida y “una oportunidad para cambiar nuestro modo de vida”, como se quiere vislumbrar desde las democracias europeas. En este sentido, la biopolítica o mejor dicho el biopoder contemplado desde Europa no es sino una ilusión; o, al contrario, y en su segunda acepción, la derivación siniestra de un autoritarismo desenfrenado e incluso dictatorial. Ante la tragedia humanitaria y sanitaria experimentada por Venezuela, y un estallido de la epidemia que los expertos consideran inevitable, no se puede sino considerar que, hasta ahora y en medio del avasallador silencio de la comunidad internacional, el virus no ha sido sino un aliado de la dictadura. Para el poder, el sueño se ha hecho realidad: “La pandemia en Venezuela... o el sueño hecho realidad para el poder... de una sociedad obediente, subordinada a los militares y disciplinada” (Keck, 2020; Coronavirus en Venezuela, BBC Mundo, 27/5/2020, Rocío San Miguel, Twitter 29/7/2020).
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Fecha de recepción: Agosto 2 de 2020
Fecha de aprobación: Octubre 8 de 2020