Facultad de Humanidades y Ciencias Sociales

Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco

ISSN 2347-081X

http://www.revistas.unp.edu.ar/index.php/textosycontextos

2024. Núm. 12. 11-23

Por una cosmopolítica de los comunes*

Pour une cosmopolitique des communs

Pierre Dardot

Filósofo, Profesor agregado de Filosofía

Christian Laval

Profesor emérito de Sociología, Universidad Paris Nanterre

Traducido del francés por Franco Salvadores

Fecha de recepción: 23 de junio de 2024

Fecha de aprobación: 30 de junio de 2024

Fecha de publicación: 31 de julio de 2024

Para citar este artículo: Dardot, P. y C. Laval (2024). Por una cosmopolítica de los comunes. Textos y Contextos desde el sur, N.º 12, 11-23.

Resumen

¿Cómo superar la oposición entre globalismo neoliberal y neoliberalismo nacionalista? Tanto el viejo internacionalismo como el altermundialismo han mostrado sus límites. En lugar de soñar con un nuevo orden mundial desde arriba, construido sobre el modelo del Estado, hay que apostar por una democracia local anclada en los territorios, fundamento de una federación de instituciones autogobernadas llamadas comunes. Esta federación sólo puede ser fruto de las prácticas de transversalización y transnacionalización que ya están en marcha en muchas luchas sociales, y en los movimientos feministas, ecologistas y antirracistas. En pocas palabras, necesitamos definir una cosmopolítica de los comunes basada en los conflictos actuales y en respuesta al auge del nacionalismo.

Palabras clave

Nacionalismo, Globalismo, Neoliberalismo, Mundo, Democracia, Multiplicidades

En agosto de 1996, se llevó a cabo en Chiapas el Primer Encuentro Intercontinental por la Humanidad y contra el Neoliberalismo. En el informe presentado en su momento, se podía leer sobre el poder del capitalismo neoliberal:

Para enfrentar este poder global, debemos establecer conexiones y resistencias que también sean internacionales. Las nuevas formas de resistencia y oposición a este poder no pueden limitarse a las fronteras nacionales. […] En esta perspectiva, debemos fomentar una reorganización de la sociedad en todos los países, la creación de redes de comunicación internacionales, descentralizadas y construidas desde las bases, una organización global que articule diversas luchas locales, desarrollar una campaña para defender las libertades políticas y hacer permanentes encuentros internacionales como el que hoy nos reúne (EZLN, 1997, p. 42).

La doble amenaza del nacionalismo y el globalismo

¿Dónde nos encontramos hoy, más de veinticinco años después del lanzamiento de este llamamiento? Si desde entonces se han dado pasos en dirección a la coordinación internacional de la resistencia al poder global, no podemos negar que este poder ha acelerado la carrera suicida hacia el desastre climático, ha causado caos social y político en casi todas partes y ha provocado el surgimiento de nuevas formas de nacionalismo, fascismo y fanatismo religioso. El impulso, a menudo asesino, de las identidades nacionales y religiosas ha lanzado a grupos humanos en casi todas partes unos contra otros a guerras terribles y un terrorismo sin fronteras.

La reacción del nacionalismo está lejos de ser un fenómeno superficial. Desde este punto de vista, la invasión de Ucrania por la Rusia de Putin deja al descubierto los resortes místicos de la soberanía estatal, haciendo justicia a las ilusiones de principios de la década de 2000. Contrariamente a las predicciones sobre el “fin de los Estados-nación y el advenimiento de un mundo liso” (Hardt y Negri) donde las fronteras nacionales tenderían a desaparecer, los Estados permanecen en el centro del imaginario de amplias fracciones de la población, constituyendo espacios vividos como “naturales”, continuando a formar el lugar de apegos e identificaciones de muchísimos individuos en el siglo XXI, especialmente si pertenecen a las clases populares no inmigrantes, y para muchos, aún son vistos como verdaderos espacios de libertad colectiva, al menos en las llamadas democracias representativas. Son estos sentimientos heredados y estos anclajes colectivos los que los partidos y gobiernos cínicos movilizan por miedo a las “invasiones”, al “gran reemplazo” o la islamización de las sociedades occidentales. Y esto es lo que da al nacionalismo su fuerza actual. Lo que el globalismo neoliberal no ha tenido en cuenta, y que ha resultado en la gran crisis política que estamos viviendo, es precisamente que el nacionalismo tiene profundas raíces en la existencia social y no es sólo un vestigio de clases atrasadas o el rasgo de carácter de individuos embrutecidos o manipulados. Para decirlo de otra manera, el nacionalismo es un producto histórico vinculado al marco estatal de las sociedades humanas. Por lo tanto, es ilusorio e incluso peligroso creer que un retorno al Estado-nación de antaño pueda ser de alguna ayuda para afrontar los desastres actuales.2 Es a causa de esta ilusión que sufren las fuerzas alternativas. Contrarrestar esta ilusión es particularmente difícil en un momento en el que solo el neoliberalismo globalista (o su variante europeísta) y el nacionalismo identitario parecen enfrentarse en el teatro ideológico-político.

La cuestión que se plantea más que nunca es cómo superar este momento de la humanidad cada vez más marcado por el capital global que impone a las sociedades su ritmo de acumulación, sus condiciones, sus efectos sobre las desigualdades, sus formas de comunicación, sus categorías de percepción y de pensamiento, su léxico, su forma de configurar la vida cotidiana y las subjetividades, y que ha terminado alimentando una reacción nacionalista y racista.

Insuficiencia del cosmopolitismo y del internacionalismo

Ante la situación actual, la invocación del “cosmopolitismo”, incluso renovada, parece muy irrisoria e impotente. En Friction, la etnógrafa Anna Tsing (2020, p. 206) propone esta definición de la actitud cosmopolita: “No es necesario haber viajado para imaginarse cosmopolita. Ser cosmopolita es liberarse de la mentalidad pueblerina y proyectarse en el mundo”. Ella evoca la figura del “viajero cosmopolita” único capaz de sentir el amor por la Naturaleza, muy popular en el siglo XIX en América. Tampoco, uno podría contentarse con un retorno al “internacionalismo” clásico en las formas que conoció a finales del siglo XIX y durante todo el siglo XX. La oposición entre un internacionalismo que sigue prisionero de la forma del Estado-nación y un cosmopolitismo que sólo quiere mirar a toda la humanidad es intelectualmente estéril y políticamente desmovilizador.

La cuestión política más crucial hoy es cómo escapar de la oposición sesgada entre el globalismo neoliberal y el neoliberalismo nacionalista. Para esto debemos reconectarnos con lo mejor de la ambición internacionalista y preparar una reorganización política del mundo que vaya más allá de los Estados-nación. Se trata, en efecto, de afrontar los problemas que el capitalismo plantea a la humanidad: el calentamiento global, las “guerras climáticas” y los movimientos migratorios masivos que provoca; el poder cada vez más anómico de las finanzas de mercado sobre todas las economías del mundo, con todos los fenómenos de fuga de impuestos, corrupción y crisis que genera; el crecimiento de las desigualdades en el mundo por la captura de riqueza por parte de una pequeña oligarquía desconectada del resto de sociedades pero muy influyente sobre los gobiernos; la crisis cada vez más evidente de la llamada democracia representativa debido a la desconfianza de las poblaciones hacia representantes cada vez menos representativos; el rápido desarrollo de técnicas para almacenar información, manipular la atención, monitorear y condicionar la conducta; en resumen, el lento colapso económico, ambiental y político en curso.

No partimos de la nada. El altermundialismo, a pesar de sus debilidades programáticas, se ha reconectado con la necesidad de coordinación de luchas y resistencias y la necesidad de forjar vínculos con otras fuerzas más allá de las fronteras nacionales con las nuevas generaciones que se están politizando. En el año 2000 se iniciaron las cumbres continentales del movimiento de pueblos indígenas de América, que se denominó Abya Yala3 y que tuvo como objetivo desarrollar y articular estrategias para luchar contra la influencia del capitalismo neoliberal. El ciclo global de “movimientos de las plazas” de ayer, las huelgas juveniles por el clima y las movilizaciones de mujeres contra la opresión y la desigualdad de género hoy muestran que se están construyendo causas globales y que se están forjando relaciones cruzando fronteras.

La vía que hoy nos parece la única capaz de abrir “otro mundo posible” es la de una nueva cosmopolítica (o “política del mundo”) basada en prácticas e instituciones democráticas y orientada a usos colectivos, es decir basado en lo que llamamos comunes. Por tanto, nos parece que sólo una cosmopolítica de los comunes puede permitir la construcción de un nuevo internacionalismo capaz de superar los límites del internacionalismo clásico llevando a cabo en todas partes, en todos los países y en todos los sectores de la sociedad, las batallas decisivas contra el neoliberalismo y el nacionalismo.

El enfoque cosmopolítico debe abstenerse de examinar las relaciones entre la organización política nacional y la organización política mundial, presuponiendo que las entidades estatales no son productos históricos en mutación sino datos naturales cuya forma está fijada para todo momento, o actuando como si el capitalismo pudiese ser fácilmente domesticado por un “gobierno mundial” venido quien sabe de dónde. El término “democracia global” o “democracia cosmopolítica” ha sido objeto de desarrollos y debates a escala internacional durante unos veinte años.4 El término constituye un problema más que una solución. Ya que la democracia tal como se estableció en la era moderna tiene como marco y como límite a la nación, así como tuvo a la ciudad en la Antigüedad y, a algunas regiones, en el Medioevo. Es en el marco de límites territoriales relativamente estrechos que la imaginación política pudo dar lugar a la creación de un vínculo entre gobernados y gobernantes que no es de pura fuerza y de estricta subordinación. Como dice Benedict Anderson (1996, p. 19), la democracia moderna es fundamentalmente nacional porque la nación es esta “comunidad política imaginaria, imaginada como intrínsecamente limitada y soberana”.

El gran error de los actuales promotores de la democracia cosmopolítica es seguir razonando como si se pudiera evitar una redefinición y una recomposición completa de lo que se entiende por democracia, como si fuera suficiente, en definitiva, crear una capa adicional de representantes en el nivel global que se agregaría a las instituciones políticas centrales existentes en cada Estado, sin ver que esto sólo aumentaría la distancia entre los ciudadanos y los lugares de deliberación y decisión. Y los “cosmopolitistas” como David Held no dejan de dejarse llevar por otra ilusión que es creer que la extensión de los “valores universales”, en particular el respeto debido al individuo será suficiente para derribar los fundamentos westfalianos del derecho estatal, como si no se hubiera demostrado que los Estados han podido protegerse muy eficazmente de esos mismos “valores universales” (Held, 2005, p. 230-231).

La cosmopolítica de los comunes

Se debe emprender una vía completamente diferente, que consiste en hacer que la cosmopolítica parta de la práctica y la extensión de la democracia local.

Es corriente utilizar “bienes comunes” o “comunes” indistintamente, ya que las dos expresiones parecen intercambiables entre sí. Sin embargo, cuando la expresión “bienes comunes” designa los comunes, el término “bienes” no se refiere a las cosas: la categoría de “cosas comunes” heredada del derecho romano es aquí completamente inadecuada. Como dice el Colectivo de Geografía Crítica del Ecuador, los comunes no son cosas, sino que consisten en prácticas sociales y en relaciones sociales (2018, p. 22). Lo que equivale a decir que los comunes deben ser instituidos por colectivos humanos y deben su existencia sólo a actos de institución. En otras palabras, si pueden existir “comunes de hecho”, en el sentido de que una realidad geográfica es común a varios países, esos comunes no son comunes de institución. Por ejemplo, el Acuífero Guaraní, la tercera reserva de agua subterránea más grande del mundo, es compartido entre cuatro países (Argentina, Uruguay, Brasil, Paraguay), pero este común de hecho no es una común de institución: en lugar de un gobierno transfronterizo en el que participan delegados de los ciudadanos de los cuatro países, se tiene sobre todo una competencia entre los Estados encaminada a extraer agua de la reserva para fines industriales con los fenómenos de sobreexplotación y contaminación que esto conlleva. La principal limitación del acuerdo de 2010 entre estos cuatro países es que se basa en el concepto de soberanía estatal y que, por tanto, el alcance de la obligación de cooperar queda indefinida. Sin embargo, sin co-obligación no puede haber comunes reales. Esta observación también se aplica a las vacunas: la OMS busca garantizar la igualdad de acceso a las vacunas recomendando que los titulares de patentes concedan una licencia gratuita y no exclusiva a la OMS, pero se trata solo como una “recomendación” y no como una obligación. El establecimiento de un común global de vacunas implicaría que su producción escape a la lógica de la propiedad intelectual, lo que los gobiernos rechazan: la coproducción libre de cualquier patente determinaría entonces la co-obligación.

Pero ¿qué pasa con los comunes tal como existen hoy? Lo que llama inmediatamente la atención cuando examinamos la pluralidad de comunes tal como aparece en muchos países es su extrema diversidad. Esto es lo que subraya el Colectivo de Geografía Crítica ya citado en la conclusión de su trabajo de cartografía de los comunes: “los comunes son esencialmente diversos, ya sea por su vínculo con diferentes temas (el ambiente, la producción agrícola, el turismo, etc.), o por las maneras en que se organizan en torno a estos temas” (2018, p.22), De hecho, los ejemplos dados por el Colectivo reflejan esta diversidad: un consejo comunitario del agua que se reúne frecuentemente para administrar el riego en su territorio, un grupo de mujeres que se organizan para crear y gestionar cooperativamente una guardería en su barrio, la asamblea de una comunidad que se moviliza para decidir cómo gobernar su territorio y frenar las injerencias de las empresas o del Estado, etc. Pero más allá de esta diversidad, debemos favorecer prácticas sociales que a menudo se comunican entre sí y se alimentan mutuamente. Por eso no debemos entender el principio de los comunes como un principio unitario que impondría las mismas formas de organización y las mismas reglas, cualesquiera que sean el objeto de los comunes y las condiciones de su institución. No es un principio superior, sino un principio transversal que emerge de la experiencia multiforme de los comunes. No precede a las prácticas sociales y políticas, sino que las informa desde dentro respetando su diversidad: también las prácticas de la democracia (desde el consejo de gobierno hasta la asamblea) son en sí mismas diversas. Lo principal es entender que los comunes son instituciones de autogobierno colectivo que implementan el principio de lo común como principio de democracia.

Características generales de los comunes

Aquí nos gustaría resaltar ciertas características dominantes de los diferentes comunes tal como se experimentan hoy.

La primera característica es, como acabamos de mencionar, la dimensión institucional de los comunes. ¿Qué entendemos por “institución”? Ciertamente no es un aparato de poder que opera mediante coerción sometiendo a los individuos. Aquí pretendemos hacer justicia en el sentido activo del término: el acto de instituir es el instituir más que el instituido existente (la escuela, el hospital, el ejército, la prisión, etc.). Instituir es traer a la existencia algo nuevo pero a partir de lo que ya existe. Dos formas son particularmente importantes: o crear nuevas instituciones porque las existentes se han convertido en obstáculos (por ejemplo, crear una cooperativa autogestionada), o transformar o alterar la establecida que ya existe porque vale la pena salvar en ella lo que puede ser (por ejemplo: democratizar un servicio público). Estamos hablando entonces de instituir prácticas que pueden ser “creativas” o “alteradoras” y que consisten en producir reglas colectivamente a través de una deliberación común. Por ejemplo, los cabildos o asambleas vecinales que surgieron en Chile en 2019 surgieron de prácticas instituyentes, al igual que las asambleas locales del movimiento de los Chalecos Amarillos en Francia.

La segunda característica de los comunes es el hecho de que están ubicados en un territorio. No hay comunes desconectados de la realidad territorial. Pero este territorio puede ser muy diferente de un común a otro. Hay territorios más o menos continuos que ocupan una superficie bastante amplia. Este es, por supuesto, el caso de los territorios ancestrales de las comunidades indígenas en América Latina que encuentran el recurso para reinstaurarse en la lucha contra la lógica productivista y extractivista impuesta por el Estado, como el pueblo Nasa en Colombia que lucha por recuperar las tierras de las que fue expropiado. Este es también el caso de lo que en Francia llamamos Zonas de Defensa (ZAD), como la de Notre-Dame-des-Landes (NDDL), cerca de Nantes, que fue defendida durante más de 10 años contra un proyecto de construcción de un nuevo aeropuerto. También hay territorios muy restringidos, concentrados alrededor de un lugar y organizados a partir de él. Este es particularmente el caso de los comunes urbanos centrados en edificios y estructuras dentro de una ciudad. Podemos mencionar a este respecto el Huerto Roma Verde en el mismo centro de la Ciudad de México, un espacio construido y autogestionado por los habitantes tras el abandono por parte del Estado de este distrito golpeado por el terremoto de 1985. O incluso la ocupación Mauá, un edificio ocupado y autogestionado por residentes desde hace 16 años en el centro de Sao Paulo, a pesar de la precariedad, las amenazas de las autoridades y del sector inmobiliario.

El Colectivo Ecuatoriano ya citado hace del territorio el elemento que todos los comunes tienen en común: “Los comunes se caracterizan por la necesidad de su implantación en uno o más espacios concretos”. Pero esta dimensión de territorialidad es al mismo tiempo una dimensión de conflicto: “En estos espacios, las comunidades, asociaciones y colectivos que los defienden entran en conflicto con otros actores”, lo que significa que “los procesos de creación de lo común pasan necesariamente mediante el ejercicio de una territorialidad en disputa” (2018). Todavía tenemos que llegar a un acuerdo sobre la noción de territorio. De hecho, es necesario distinguir entre el territorio administrativo y el territorio como espacio de vida. El territorio sobre el cual el Estado moderno ejerce soberanía es una superficie de proyección del poder político y cualquier porción de este territorio puede medirse con precisión como una subdivisión administrativa. El territorio como espacio de vida es además irreductible al espacio físico al que corresponde: está formado por múltiples relaciones entre uno o más colectivos humanos y colectivos no humanos, ellos mismos más o menos diversificados. Esta es la razón por la que puede resultar difícil confinar estos territorios dentro de fronteras administrativas o descripciones puramente geográficas. Hablaremos de ellos como límites más que como fronteras: estos límites están determinados por reglas colectivas producidas por los actores de los comunes. Por lo tanto, vemos que el territorio como espacio de vida está estrechamente vinculado a la dimensión fundacional de los comunes.

Tercer rasgo: debido a tal vínculo con los territorios, los comunes no son cosas y los actores de los comunes no son sujetos que harían frente a cosas. Un común es un vínculo vivo entre uno o más colectivos de actores humanos y una realidad natural o artificial (un terreno, un río, un bosque, un terreno en un distrito urbano, un edificio ocupado en un distrito, etc.). Lo que significa que estos colectivos son parte del propio común, lejos de ser un accesorio añadido. En este sentido, los comunes frustran la oposición sujeto/objeto tan característica de la filosofía occidental. Según esta oposición, heredada en parte del derecho romano, tenemos una relación entre dos polos preexistentes y ya constituidos: de un lado, el sujeto de dominio, del otro, un objeto inerte, desprovisto de conciencia y ofrecido a la comprensión soberana del tema. Un ejemplo ilustra muy bien la inseparabilidad de los colectivos humanos y los entornos de vida tan característicos de los comunes: en marzo de 2017, el Parlamento de Nueva Zelanda estableció el río Whanganui como una entidad viva con personalidad jurídica, lo que merecía el reconocimiento del vínculo especial entre el pueblo Maorí y su entorno de vida. Los Maoríes obtuvieron así que cualquier abuso o daño al río fuera considerado como abuso o daño al propio colectivo humano. La cuestión no es si la naturaleza separada de los seres humanos debe ser elevada al rango de sujeto de derecho, sino superar la oposición entre sujeto de derecho y objeto de derecho. Otro ejemplo: en España, en la Región de Murcia, se acaba de reconocer personalidad jurídica a la laguna del Mar Menor (150 km2). Los comunes consisten desde el principio en relaciones cuyos términos no están dados con anterioridad a ellos.

Cuarto rasgo: los comunes, por su propia existencia, preocupan la dualidad de lo público y lo privado que constituye la división última del derecho occidental desde el siglo XVI. Esta división impone una lógica infernal: el Estado se presenta como único garante del interés general y se arroga el monopolio de lo público, de modo que todo lo que no forma parte de lo público es rechazado en el sector privado. A principios de abril de 2018, el Estado francés evacuó por la fuerza a los ocupantes del NNDL alegando que se negaban a presentar “proyectos agrícolas individuales” exigidos por la prefectura. Por un lado, lo público estatal, por otro, los operadores agrícolas reducidos a actores privados. Para resolver la situación, los ocupantes tuvieron que proponer unos cuarenta “proyectos nominativos” que representaban la diversidad de asociaciones presentes sobre el terreno. El derecho sigue siendo en gran medida prisionero de esta división y tiene dificultades para admitir que puedan formarse actores colectivos autónomos del Estado en torno a intereses comunes sin ser actores privados y siendo plenamente legítimos. El hecho es que los comunes desdibujan la relación frente al Estado que ostenta el poder público y los actores privados, ya sean individuales o no (empresas u otros). A menudo se consideran a sí mismos como una especie de público no estatal. Se puede decir precisamente de muchos comunes que abren el espacio a ese público al mismo tiempo que abren la posibilidad de una desestatización de los servicios públicos a través de la participación directa de los usuarios en su gestión colectiva.

Este punto es decisivo porque toca la cuestión de la relación entre los comunes y el Estado. Estatistas y anarquistas consideran que estas dos cosas deben permanecer separadas: la primera en nombre de la primacía del Estado que supuestamente ostenta el monopolio del interés general, la segunda en nombre del rechazo de cualquier relación con el Estado. La realidad es que el Estado se ha transformado en un sentido neoliberal internalizando cada vez más las normas de derecho privado de las que tiende a convertirse en guardián. Por eso creemos que la lógica de los comunes, en lugar de limitarse a los márgenes, debe extenderse a toda la sociedad e incluso al propio Estado, para transformar su funcionamiento y sus estructuras. Desde este punto de vista, el ejemplo de los servicios públicos es irreemplazable. Con demasiada frecuencia consideramos que estos servicios surgen del poder soberano del Estado y que este sólo los extiende, mientras que por lo contrario son una obligación positiva del Estado hacia sus propios ciudadanos: el Estado tiene una deuda con ellos que debe saldar. El proyecto de constitución rechazado en Chile el 4 de septiembre de 2022 no dudó en hacer de la protección y garantía de los derechos individuales y colectivos el fundamento del Estado y lo que debe guiar toda su acción. Pero para que el Estado cumpla con sus deberes en materia de servicios públicos, debe lograr que su gestión pase a ser una preocupación de todos los ciudadanos, no sólo de los empleados de estos servicios, sino también de los usuarios. Por lo tanto, cumplir con este requisito implica sacar esta gestión de la influencia de la burocracia estatal. En última instancia, el objetivo es transformar los servicios públicos en verdaderos comunes.

Si esta tarea es necesaria hoy es porque lo público y lo privado se han construido históricamente sobre la base de los derechos de propiedad. Por un lado, la propiedad estatal; por el otro, la propiedad privada. Sin embargo, existe una cierta simetría entre estos dos tipos de propiedad que proviene de una lógica exclusivista común: la soberanía estatal implica un monopolio sobre un territorio y el derecho a la propiedad a menudo ha sido considerado como “soberanía sobre la cosa”. Lo común, y éste es el quinto rasgo, pone en duda esta primacía de la propiedad al favorecer el uso. El derecho moderno ha considerado el uso como una forma inferior y degradada del derecho de propiedad al jerarquizar tres niveles muy distintos: el simple uso (usus), el usufructo (usufructus) y finalmente el derecho de uso y abuso (abusus) que representaba la forma consumada del derecho de propiedad. Al estar así subordinado a la propiedad, el uso se dirige hacia el consumo y la destrucción (abusus). Por el contrario, los comunes abren el camino a una reelaboración del concepto de uso que tiene un gran alcance: el uso común asume entonces el significado de una actividad de vigilancia, de preservación, de cuidado, que debe subordinarse al uso como consumo.

Por último, hay que subrayar que la relación entre los comunes y los mercados también puede adoptar formas muy diversas, contrariamente a una visión idealizada de la autonomía de los comunes con respecto al mercado como tal. El Colectivo ecuatoriano de geografía crítica observa al respecto que, para sobrevivir y perdurar, muchas veces se ven llevados a insertarse de diferentes formas en los mercados locales. Así, en el caso del Pueblo Shuar Arutam (PSHA) en Ecuador, el consejo de gobierno apuesta a la participación en mercados de carbono y conservación para garantizar la subsistencia de lo común (2018, p. 23).5 En un país como Brasil, las luchas lideradas por las comunidades tradicionales han jugado y siguen jugando un papel decisivo en la supervivencia de los más pobres. En varios estados, las mujeres babasú utilizaron terrenos públicos para extraer los frutos de esta planta. Tras la privatización de parte de estas tierras a finales de los años 1980, estas mujeres iniciaron una lucha, incluso en el ámbito jurídico, por el reconocimiento del derecho de uso común de las tierras, incluso cuando éstas eran privadas. Además, crearon una cooperativa de producción para elaborar productos de babasú (harina, jabón, aceite, etc.) y comercializarlos (Dal’Bó Da Costa et al., 2019). En estas prácticas sociales vemos, por un lado, que el derecho al uso común prevalece sobre la división entre lo público y lo privado estatal y, por otro lado, que el ejercicio de este derecho va acompañado de una determinada forma de integración a los mercados locales.

Un mundo que dé lugar a múltiples mundos: por una política de los mundos

Esta inserción en los más diversos lugares es de la mayor importancia. La politización democrática del lugar, por la que debemos entender tanto las comunidades de habitantes como las comunidades de trabajo, tanto los municipios como los centros de producción, es el hecho más llamativo de los últimos años. Da su carácter original y común a las más variadas formas de resistencia global al neoliberalismo. Lo que hemos llamado “comunes”, tomados en el sentido muy amplio de instituciones autónomas que protegen, apoyan y promueven a través de su estructura democrática los usos colectivos más igualitarios y cuidadosos de la naturaleza, pueden y deben diseñarse como los cimientos del nuevo sistema mundial. Y esto por una razón que es a la vez empírica y estratégica. Empírico porque de un extremo al otro del planeta, en sociedades con diferentes tradiciones, religiones y estructuras, se aspira a una democracia “real”, que parta desde abajo de la sociedad y permita la participación del mayor número de personas en la asuntos públicos y actividades productivas, estableciendo una relación completamente diferente con el ambiente. Estratégica, porque la construcción de una nueva cosmopolítica no puede tener como proyecto una centralización del poder a nivel global, una especie de superestado que planifique la vida planetaria, así como no puede quedarse en la vieja concepción de tomar el control de los Estados nacionales. Esta reorganización política debe partir de las realidades locales y ser vista ahora como el fruto a largo plazo de un trabajo de coordinación y federación de luchas, movilizaciones y experimentos que tienen lugar en cientos de miles de lugares dispersos y, a menudo, sin vínculos entre sí. Esto no significa que despreciemos políticas nacionales alternativas, más social y ecológicamente justas, porque frente a los desastres causados por el capitalismo vale la pena adoptar cualquier cosa que pueda frenarlo o contrarrestarlo, y no creemos ni por un momento que sea necesario esperar, a la manera de ciertos marxistas, de la aceleración de procesos destructivos una especie de salvación de lo peor. Pero como la época de los Estados soberanos debe llegar a su fin porque no son capaces de responder a los imperativos de salvaguardar la humanidad y la vida en la Tierra, la izquierda radical se define ahora por esta única tarea, inmensa pero necesaria, que es la reorganización política de la humanidad por la puesta en federación de lugares de vida y de producción.

El movimiento zapatista había señalado el camino hacia esta federación. En la Cuarta Declaración de la Selva Lacandona del 1 de enero de 1996 aparece por primera vez la famosa fórmula “un mundo donde caben muchos mundos”. Esta fórmula merece ser leída atentamente. De hecho, va mucho más allá de la conocida fórmula según la cual “otro mundo es posible”. En un principio, la fórmula se refería a la diversidad de formas de crear el mundo de los pueblos indígenas de México, y sus diferencias internas a la nación. Luego se amplió hasta significar una multiplicidad de mundos a escala planetaria. Es en este último sentido, el que recibe el Encuentro Intercontinental del verano de 1996 del que se habló al inicio de este texto y que invita a combinar tres escalas: la construcción de autonomía en territorios rebeldes de Chiapas, iniciativas nacionales encaminadas en la transformación de México y la organización de encuentros intercontinentales que convoquen a la formación de redes de resistencia y rebeliones a escala planetaria.6 Esta construcción de escalas de acción y sus relaciones recíprocas está en el principio de la cosmopolítica entendida como política de los mundos.

Notas

  1. * Artículo publicado originalmente en francés en la revista del Movimiento Anti-Utilitarista en las Ciencias Sociales (MAUSS): Dardot, P. & Laval, C. (2023). Pour une cosmopolitique des communs. Revue du MAUSS, 61, 25-36. https://doi.org/10.3917/rdm1.061.0025 . Tema de la conferencia “Cosmopolítica de los comunes” pronunciada en la sede Trelew de la Universidad Nacional de la Patagonia San Juan Bosco en las Jornadas de Ciencia y Técnica del VIRCH el 6 de octubre de 2023.
  2. Sólo podemos suscribir al juicio de Marcel Grondin y Moema Viezzer: “En el actual contexto capitalista neoliberal, los Estados-nación no son capaces de resolver las cuestiones planteadas por la agenda global” (Grondin y Viezzer, 2022, p. 287).
  3. Este nombre, que significa “tierra viva” en la lengua del pueblo Guna, originario del norte de Colombia, fue adoptado por los pueblos indígenas para designar el territorio conocido hoy como “América” (Grondin & Viezzer, 2022, p. 270)
  4. Para un enfoque sucinto, ver (Archibugi, 2009).
  5. Este pueblo reúne a diez mil personas organizadas en cuarenta y siete comunidades y su territorio (aproximadamente 233.169 hectáreas) está ubicado en el extremo sureste del Ecuador en la Cordillera del Cóndor.
  6. Nos remitimos aquí a la explicación de esta fórmula de Jérôme Baschet en su contribución al Coloquio de Cerisy: “Vers una politique des mondes ?” (1-7 de junio de 2022): sobre “Comunalismo planetario y cosmopolítica de las multiplicidades”. https://cerisy-colloques.fr/politiquemondes2022/ .

Bibliografía

Anderson, B. (1996). L’Imaginaire national. Réflexions sur l’origine et l’essor du nationalisme. París: La Découverte.

Archibugi, D. (2009). La Démocratie cosmopolitique. Sur la démocratie mondiale. París: Cerf.

Colectivo de Geografia Critica del Ecuador. (2018). Geografiando por la resistencia. Mirar los Communes para defenderlos. Disponible en: http://geografiacriticaecuador.org/.

Dal’Bó Da Costa A., Ota, N., Pacheco A. y Silava de Jesus, S. (2019), Peut-on penser le commun en tant que stratégie politique dans un pays périphérique comme le Brésil ? en Laval C., Sauvêtre, P. y Taylan F. (Ed.). L’Alternative du commun. París: Hermann.

EZLN. (1997). Chroniques Intergalactiques. Première Rencontre intercontinentale pour l’Humanité et contre le Néolibéralisme. Chiapas: Aviva Press.

Grondin, M. y Viezzer, M. (2022). Le Génocide des Amériques. París: Écosociété.

Held, D. (2005). Un Nouveau contrat mondial : Pour une gouvernance socialdémocrate. París: Presses de Sciences Po.

Tsing, A. (2020). Friction. Délires et faux-semblants de la globalité. París: La Découverte.


Esta obra está bajo licencia internacional Creative Commons Reconocimiento-NoComercial 4.0.